Dirigida por el parisino Florian Zeller con base en su obra teatral homónima, ya inspiradora del filme Floride (La Guay, 2015), El Padre (RU-Francia, 2020) es un relato sobre la agotadora y continua búsqueda de sentido en cada conversación o suceso vivido, dado el padecimiento que afecta directamente a la capacidad memorística, justo la que nos permite construir(nos) una narrativa más o menos coherente: la afectación senil orilla a encontrar refugio en cualquier asidero, como la búsqueda de un reloj siempre extraviado o la idea de permanecer en la propia casa, quizá como una válvula de seguridad en un mundo que colapsa de manera permanente, donde lo que se comprendió ahora, se volverá confuso o contradictorio demasiado pronto.
Anthony, así llamado en honor al inmenso actor que lo encarna (en las representaciones teatrales actuaron Robert Hirsch y Frank Langella), es un octogenario que vive en su departamento de Londres gozando de salud y vitalidad; su hija le anuncia que se va a ir con su nueva pareja a vivir a París, por lo que le contrata una cuidadora para que vaya acostumbrándose. Él considera que no la necesita y que son exageraciones, dado que se siente en plenitud de forma: incluso recuerda a su otra hija que se encuentra en el extranjero y hasta se da el lujo de tener cierto sentido del humor y mostrar su inteligencia y perspicacia; extraños sucesos le generan algunas dudas, incluso la idea de que algo se trama en su contra. Pero la realidad es otra: Anthony está enfermo de la mente y ya no es capaz de valerse por sí mismo; confunde lugares, personas, momentos y sucesos, por lo que entra en angustia o se desploma cuando es ligeramente consciente de su situación.
La memoria se convierte en un laberinto engañoso, como los pasillos del departamento que pueden llevar a la habitación conocida o al cuarto de la casa de reposo; las personas se yuxtaponen jugando roles cambiantes, de la hija a la cuidadora o de los yernos intercambiables, incluyendo al recuerdo fantasmal de la otra hija que permanece solo en la verbalización esporádica de referirla a la distancia. El notable guion para la pantalla del especialista Christopher Hampton, como lo hiciera en Expiación, deseo y pecado (Wright, 2007) y en Un método peligroso (Cronenberg, 2011), enfatiza esta condición dual de realidad y percepción, aprovechando una precisa edición de Yorgos Lamprinos, articulando las secuencias para enfatizar la reiteración, y una fotografía llena de claroscuros que colabora con el propósito de insertar al espectador en la percepción del protagonista.
En efecto, la fuerza dramática del relato se potencia gracias a que la perspectiva del filme es la de Anthony y junto con él, entramos a ese mundo de confusiones espacio-temporales que, a pesar de tener breves momentos de júbilo (el recibimiento a la cuidadora), se convierte en un mar de tempestades inciertas, cargado de angustias frente a las cuales no hay manera de escapar o, al menos, de comprenderlas para matizarlas: así lo entiende la música del italiano Ludovico Einaudi, contrastando la sensibilidad del piano con el balanceo por momentos irregular de las cuerdas, cual representación de los estados anímicos que se presentan de manera simultánea en este hombre que sobrevive en un confuso mundo onírico, donde el propio territorio se vuelve ámbito desconocido, inhóspito por momentos.
La magistral actuación de Anthony Hopkins, quizá la mejor de su carrera –lo que ya es mucho decir- se desarrolla y se sostiene desde las miradas inciertas, las inflexiones de la voz aferrándose a cierta seguridad y los momentos de paranoia y confusión, incluyendo las presencias de personajes que encarnan distintas posibilidades en su mente como el yerno o la otra hija, o los enfermeros (Mark Gatiss y Olivia Williams), hasta el derrumbe emocional, como quien observa un rompecabezas que alguna vez conoció armado después de mucho trabajo, totalmente desecho y ya sin posibilidad alguna para reconstruirlo.
La actuación de Hopkins está muy bien cobijada por Olivia Colman, aquí como la paciente y comprensiva mujer responsable de su padre, convirtiéndose en necesaria contraparte amorosa que brinda dosis de realidad, lidiando a la vez con su pareja entrando en cierta desesperación (Rufus Sewell) y mediando con la joven contratada para cuidar a su padre (Imogen Poots). Los recuerdos extraviados de pronto se presentan pero sin un contexto que permita su comprensión, necesaria para sustentar las decisiones y acciones: el futuro, así, se convierte en una enorme nebulosa que no recibe claridad del pasado o de un presente capturado por la confusión existencial, con todo el dolor que implica para él mismo y su hija, en pleno proceso de rehacer su vida.