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LOS SONIDOS DEL SILENCIO

6 abril 2017

Dios se mantiene callado, sin brindar respuesta alguna, acaso ausente. No se complace ni muestra molestia; tampoco juzga. Dios se manifiesta y el ser humano no alcanza a comprender, acaso es incapaz de identificar el mensaje. La comunicación es de carácter simbólico, llena de abstracciones y aparentes contradicciones; es más, ni siquiera parece existir. En el primer nivel de oración se ruega por una señal, se pide, se agradece, incluso se cuestiona; en el segundo nivel se empieza a escuchar la voz divina, todavía interrumpida por nuestras súplicas y prejuicios, y en el tercero, se guarda silencio para reinterpretar sus designios. ¿Qué quieres de mí, Señor? ¿Por qué me has abandonado? ¿Cuál es tu voluntad? ¿Puedes quitar de mí este cáliz?

Silencio (2016) se inscribe en la tradición del cine religioso construida por grandes realizadores como Dreyer (La pasión de Juana de Arco, 1928; Ordet, la palabra, 1955), Bresson (Los ángeles del pecado, 1943; Diario de un cura de aldea, 1951; El proceso de Juana de Arco, 1962; El diablo, probablemente, 1978), Kieslowski (Decálogo, 1989-90) y Bergman, quien abordó la ausencia y presencia de Dios en su conocida trilogía (Como en un espejo, 1961; Luz de invierno, 1962; El silencio, 1963), entre otros. También se inserta en una de las temáticas recurrentes de Martin Scorsese (Kundum, 1997), quien ha reflexionado acerca de la resignificación de la fe y la relación humana con la divinidad.

Basada en la novela homónima de Shûsaku Endô, publicada en 1965 y llevada al cine previamente por Masahiro Shinoda en 1971, aquí respetuosamente vuelta guion por Jay Cocks y por el propio Scorsese, la cinta reflexiona con sobriedad y necesaria parsimonia sobre el sentido de la fe y la acción misionera ante una realidad que parece ir en dirección contraria. Trascendiendo el posible tono panfletario y desde una perspectiva analítica y crítica, el desarrollo del protagonista se conecta directamente con el Jesús de su obra maestra La última tentación de Cristo (1989), en cuanto al dilema sobre renunciar al sacrificio y abrazar una vida normal o continuar con la encomienda que de pronto parece no producir frutos y carecer de significado.

Un par de jóvenes jesuitas portugueses (Andrew Garfield y Adam Driver) convencen a su superior (Ciarán Hinds) para emprender la búsqueda del padre Ferrara (Liam Neeson), cuyo destino no se conoce con certeza, a pesar de los rumores sobre su apostatía. Así, se internan por el Japón medieval y pantanoso del siglo XVII, cuyas autoridades ven a la religión católica como un peligro cultural y una invasión de ideas occidentales ajenas a sus tradiciones, al igual, por cierto, que las salvajes acciones que llevaba a cabo la Santa Inquisición, todo menos santa: la intolerancia religiosa y la necesidad de imponer las propias creencias en una batalla en la que todos pierden.

Como en el caso del sacerdote jesuita en el Quebec del siglo XVII de Black Robe (Beresford, 1991) y de los curas de La misión (Joffé, 1986), ambos religiosos se internan en una realidad, guiados por un huidizo campesino cargando sus propias culpas (Yôsuke Kubozuka, en plan de Judas dubitativo), que los empieza a confrontar y a provocar opiniones diferentes acerca de cómo lidiar con la persecución religiosa que padecen algunos japoneses, celebrando rituales en la clandestinidad y acosados por el pragmático y experimentado inquisidor (Issei Ogata, de dientes para afuera solo en apariencia), aunque sosteniendo su fe a pesar de las torturas.

LA RESPUESTA ES EL SILENCIO

A diferencia de las causas visibles de los sacerdotes de Roma, ciudad abierta (Rossellini, 1945), Adiós a los niños (Malle, 1987) y Escarlata y negro (London, 1983), en el contexto de la II Guerra Mundial, así como del cura de Disparando a perros (Caton-Jones, 2005), en el genocidio de Ruanda y de Romero (Duigan, 1989) en El Salvador, los misioneros se encuentran con un catolicismo decreciente y anclado solo en pequeñas comunidades de creyentes que sufren y padecen por intentar vivir de acuerdo a sus creencias. Como le sucedía a los monjes trapenses en De dioses y hombres (Beauvois, 2010), se tienen que tomar decisiones ante el peligro inminente, porque otros sufren y mueren por la fe, incluso por proteger a los padres.

Por toda la puesta en escena se pasean los espíritus de los grandes maestros japoneses Kurosawa y Ozu, así como en el diseño de arte, buscando una sobriedad a tono con la temática desarrollada; incluso se prescinde de un score propiamente y se privilegian cantos tradicionales provenientes del propio y la estructura narrativa, sobre todo cuando parece ir a la deriva, se conecta con las dudas y angustias de los personajes, luchando con la sobrevivencia terrenal y dándole un sentido a la muerte inminente para encontrar la recompensa de no apostatar: la prometida gloria celestial. Mientras tanto, soportar la ausencia de respuestas en contextos inhóspitos, como se advertía en El último camino (Hillcoat, 2009), apocalipsis con profetas sin Dios a la vista.

SilencePantalla oscura con sonidos de insectos se silencian de golpe. El cinefotógrafo mexicano Rodrigo Prieto coloca su brillante cámara para intentar penetrar la neblina que impide ver con claridad y abre el panorama paisajístico para después internarse en los escondites o en las celdas de madera: no se rinde, sino que busca las rendijas para buscar los exteriores. Captura las manos entrelazadas, los rostros apenas iluminados, los viajes en precarias embarcaciones y los encuadres para denotar el poder de los enjuiciadores, así como la imagen de Jesús que debe ser pisoteada o la que sirve de inspiración, rodeada de oscuridad y reflejándose en el agua salvífica al borde del enloquecimiento.

El argumento plantea la forma en la que las religiones son usadas como instrumentos de control y poder político, ya sea la budista, naturalmente abierta y profundamente espiritual, como lo muestra Kim Ki-duk en la poética y sensibe Las estaciones de la vida (2003), o la católica, en esencia promotora del amor al prójimo como manifestación básica del amor a Dios. Queda la discusión abierta sobre la dificultad de entendimiento cuando una comunidad se considera poseedora de la verdad absoluta, descalificando a las demás: los caminos de Dios son inescrutables y múltiples, no únicos y definidos por los grupos predominantes.

Scorsese ha conseguido cristalizar un proyecto largamante anhelado que se conecta directamente con su mirada profunda y cuestionadora de la religión por la cual se iba a convertir en sacerdote durante su adolescencia. Si en el documental El gran silencio (Gröning, 2005), se muestra el ascetismo de los cartujos como una forma de conectarse directamente con Dios, entonces las señales más claras pueden venir, precisamente, de esa prolongada, angustiante y retadora oscuridad en la que solamente se escucha el sonido de la naturaleza, hasta que dejamos que el silencio se imponga en su totalidad.

UN LOBO DESENFRENADO EN LA ESTEPA DEL CAPITALISMO SALVAJE

4 febrero 2014

Wall Street se ha convertido en un buen enemigo de la corrección política y estandarte de los males económicos que aquejan al mundo: la ausencia de regulaciones por parte del gobierno, las prácticas especulativas alejadas del beneficio de las personas, clientes y consumidores incluidos, y el crecimiento ficticio de los activos financieros generando burbujas tan grandes como frágiles, poco referenciados con la producción tangible y más cerca del polvo de hadas, son algunas de las acciones que han colocado en la palestra de los acusados, con justa razón, a este conglomerado poco identificable y acaso constituyéndose como las nuevas Pandillas de Nueva York (2002).
El estupendo y muy didáctico documental Trabajo confidencial (Inside Job, Ferguson, 2010), explica con pelos y señales las causas y consecuencias de la crisis del 2008, mientras que otras cintas como Enron: Los tipos que estafaron a América (Gibney, 2005), la española Casual Days (Lemcke, 2007), la estupenda El precio de la codicia (Margin Call, Chandor, 2011) y Hombres de negocios (The Company Men, Wells, 2010), muestran los retorcidos comportamientos corporativos para mantener sus ganancias a costa de quien sea, principalmente de los propios empleados y clientes.
Esta desmedida avaricia ya había sido personificada con aterradora frialdad por Michael Douglas en Wall Street (1987), encarnando al siniestro Gordon Gekko, quien volvió por sus fueros en Wall Street 2: el dinero nunca duerme (2010), ambas cintas dirigidas por Oliver Stone. Tampoco es casual que uno de los recientes movimientos de protesta haya tomado, justamente, el nombre de Occupy Wall Street.
Ahora Martin Scorsese, quien sabe cómo retratar al mundo criminal en sus diversas vertientes (Calles peligrosas, 1973; Casino, 1995; Los infiltrados, 2006), nos presenta desde una perspectiva desenfadada, alocada y frenética, sin obviar el filón analítico, la vida de Jordan Belfort basada en sus propias memorias recogidas en un libro que da título al film: El lobo de Wall Street (EU, 2013), abarcando desde sus inicios como empleado de la quebrada firma LF Rothschild a finales de los ochenta, hasta su trabajo como conferenciante motivacional de ventas, después de salir de la cárcel.
La cinta se centra en su meteórica trayectoria, impulsada por una definida ambición, como un hábil defraudador disfrazado de bróker en Stratton Oakmont, la empresa que él mismo fundó con su dientón vecino y un grupo de Buenos muchachos (1990), dedicada desde los contornos de Wall Street, a engañar clientes incautos con compra-venta de acciones centaveras, y una que otra más grande como la de la marca de calzado, que se van inflando irresistiblemente. En el filme Boiler Room (Younger, 2000), por cierto, se retoma un caso similar al aquí narrado.
Con el acostumbrado talento para la edición, soportada por una funcional fotografía de nuestro compatriota Rodrigo Prieto, enfatizando los estados de ánimo y los tipos de ambientes con oportunas iluminaciones, y un soundtrack en consonancia con el empuje de las secuencias, el filme de tres horas de duración avanza a la velocidad de la acumulación de riqueza del protagónico, cada vez más necesitado de drogas y alcohol, particularmente la más importante de todas: los billetes verdes.

LA VIDA COMO EXCESO
En efecto, la historia versa sobre el poder que puede tener El color del dinero (1986) no solo en la transformación individual, sino colectiva: una euforia potenciada por la cocaína primero y la metacualona después, combinadas con bebidas varias y por la constante contratación de prostitutas, buscando una felicidad continua a través de llevar las Vidas al límite (1999) siempre Después de hora (1985).
En una extraña combinación de salvajismo fiestero, ambiente orgiástico y sofisticación para el engaño, la vida cotidiana en la empresa parece un monumento a la frivolidad y al derroche (esas discusiones sobre los hombres-bala o las partes íntimas femeninas), al tiempo que se mantiene una alta motivación para seguir la máxima de que el trabajo se trata de quitarle el dinero a los clientes para meterlo en el propio bolsillo. Cual manada licantrópica, veneran al macho alfa cuando aúlla en el micrófono y se van cuidando unos a otros, hasta que el enemigo se vuelve más poderoso.
La intensidad del film, además de las estrategias narrativas de la voz en off, los discursos dirigidos a la cámara (o sea a nosotros) y el juego de ralentizaciones, corre por cuenta de los intérpretes: Leonardo DiCaprio se destapa con una sobreactuación cautivante, mientras que un desaforado Jonah Hill (desternillante la secuencia en la que se droga junto con el protagonista) y un colmilludo Matthew McConaughey con peinado de salón (esa cancioncita con golpes de pecho), como socio y mentor respectivamente, le brindan un soporte hilarante a las diferentes secuencias, secundados por Jean Dujardin como el cínico banquero suizo.
El lobo de Wall StreetSi bien se trata de una historia con un enfoque básicamente masculino, las intervenciones femeninas de las dos ahora exesposas, representadas por Cristin Milioti y Margot Robbie, y de Joanna Lumley como la tía inglesa cómplice, equilibran un cuadro actoral cargado de testosterona monetaria, bien ejemplificada por el traficante descamisado de explosivo carácter al fin buen vendedor de plumas (Jon Bernthal), inmiscuido en el proceso para sacar dólares del país, cuando todavía los aeropuertos vivían en La edad de la inocencia (1993).
Más que tender a soltar juicios morales, el notable y puntilloso guion de Terence Winter, ampliamente reconocido por su trabajo en Los Soprano, va planteando las situaciones y contextos que describen al personaje en sus diferentes dimensiones y formas de relacionarse con las mujeres, sus empleados, con su padre (Rob Reiner), su familia y hasta con el agente que le pisa los talones (Kyle Chandler), suponiendo que todos tienen un precio y nadie quisiera seguir viajando en metro todos los días con su dignidad intacta.
Claro que está presente el lugar común del rico nuevo y su dosis de vulgaridad, expresada en la necesidad de demostrar su fortuna, vía la compra de una mansión, un yate de lujo, auto listo para destruirse, ropa a tono, joyas y demás objetos simbólicos de poder económico. La simpatía que por momentos pudiera generar el protagonista, no evita que alcancemos a visualizarlo como un hombre egocéntrico y abusivo cuya creciente soberbia le impide darse cuenta de su propia vulnerabilidad legal, a pesar de las sugerencias de su abogado (Jon Favreau).
De alguna manera, estamos frente a un millonario diferente al que había retratado la dupla Scorsese-Dicaprio en El aviador (2004) o a otros con aspiraciones políticas o artísticas: en este caso y ante la ausencia de consideraciones morales, pareciera ser la búsqueda del dinero por sí mismo y de la satisfacción inmediata, lo que provoca la toma de dos decisiones equivocadas: no irse con su esposa cuando está en el departamento de su nueva amiga y no aceptar el trato para desaparecer de la escena.

LOS PLACERES DEL CINÉFILO: SCORSESE INVITA AL MUNDO DE LOS SUEÑOS

6 febrero 2012

Además de ser uno de los más grandes directores de la historia del cine, Martin Scorsese es un cinéfilo empedernido, un sólido puente entre el cine europeo y estadounidense, y un gran rescatador no solo de la cultura fílmica, sino también de la música popular, como se manifiesta en la serie discográfica sobre los imperdibles del Blues y el episodio Feel Like Going Home: The Blues from Africa to the New World (03), así como en sus documentales sobre The Band (El último vals, 78); Bob Dylan (No Direction Home, 05); The Rolling Stones (Shine a Light, 08) y George Harrison (Living in the Material World, 11).
Y su pasión por el cine ha quedado plasmada en A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (95), filme en el que además de plantear puntos de vista sobre estética cinematográfica, quedan claras influencias y admiraciones; en Il mio viaggio in Italia (99), recorrido absorbente por la historia del cine italiano, con énfasis en el neorrealismo y la aparición disruptiva de Antonioni, y en el corto/anuncio La clave reserva (07), en donde aprovecha la realización de un comercial de Freixenet para rendirle un homenaje a Hitchcock.
A raíz de que fue invitado como redactor del número 500 de la mítica revista Cahiers du Cinéma en 1996, se publicó el volumen Mis placeres de cinéfilo (Paidós, 2000), en el que este habitante de Little Italy recorre una buena parte de su intensa relación con el mundo del séptimo arte: se trata de una obra clave para comprender el contexto y la manera en la que se desarrolla una trayectoria artística mayor: dedicación, talento, visión propia, intensidad reconstructiva y enorme conocimiento del medio en el que se desenvuelve, en este caso, el cine y por extensión, la cultura popular.
De ahí que su reciente película, La invención de Hugo Cabret (Hugo, EU, 11), es una sensible expresión de un largo y emotivo vínculo entre Scorsese y el poder mágico del cine, cual vehículo para viajar al mundo de los sueños tal como lo promulgaba Georges Méliès, a quien se le rinde sentido homenaje en el film y que, ni más ni menos, descubrió que el cinematógrafo no solo servía para registrar, sino sobre todo, para narrar: el cine espectáculo tiene su origen en este visionario francés que, junto con parte de su obra, fue rescatado del olvido gracias a un periodista que lo encontró atendiendo una juguetería en la estación de Montparnasse en 1928, una vez que los monopolios y la I Guerra Mundial lo habían obligado a deshacerse de sus películas y sus fantásticas escenografías.
Siguiendo las artes de prestidigitador del director de La conquista del Polo (1912), a quien ya su tocayo Georges Franju había homenajeado en El gran Méliès (53), Scorsese aprovecha de manera brillante la 3D para darle elusividad y profundidad visual a la aventura de un niño huérfano (Asa Butterfield) que vive en las entrañas de la estación de trenes supliendo a su fallecido tío (Ray Winstone), intentando reactivar a un autómata probable portavoz de un mensaje de su padre fallecido (Jude Law), para lo cual contará con la ayuda de Isabel (Chloë Grace Moretz), cuyo malhumorado abuelo atiende, justamente, la juguetería de la estación (Ben Kingsley, conmovido). De hecho, su nieta escribió una biografía en 1973 titulada Méliès l’enchaunter, de alguna manera sugerida en el film.
La adaptación del hermosamente ilustrado libro de Brian Selznick por parte del guionista John Logan (Gladiador, 00; El aviador, 04; Rango, 11), consigue capturar la esencia del relato eliminando algún personaje -el amigo de Isabel, por ejemplo- y sirve de firme sustento para una puesta en escena de fantasía en la que la iluminadora cámara de Robert Richardson, cumpliendo 30 años como cinefotógrafo, se desplaza por los intramuros de la estación, siempre husmeados por el agente de seguridad (Sacha Baron Cohen, de risa contenida) con su perro-espejo y habitados por la pareja otoñal, la florista (Emily Mortimer), el bibliotecario (Christopher Lee, enorme) y el grupo de Django Reinhardt (Emil Lager), o bien se asoma de manera panorámica a París y se entromete al departamento del abuelo para encontrarse con su esposa o para capturar la exhibición de la mítica Viaje a la luna (1903), gracias al escritor fan (Michael Stuhlbarg, el hombre serio de los hermanos Coen), cual el propio Scorsese de finales de los 20´s y principios de los 30´s, efusivamente recreados con todo y la presencia de Joyce y Dalí.
La edición funciona como relojito para articular las secuencias de acción y angustia onírica, musicalizadas exhaustivamente por Howard Shore, con momentos de nostalgia pura, en los que el homenaje alcanza a varios de los pioneros del cine como Griffith, Porter, Wiene, Harold Lloyd, Chaplin, Buster Keaton y Douglas Fairbanks, entre otros. Cambiando de registro, Martin Scorsese ha realizado una familiar obra maestra para cinéfilos con llave de corazón, como el suyo o el de Méliès, con la imaginación suficiente para soñar frente a la pantalla.

LA ISLA SINIESTRA: PSICOLOGÍA DE SOBREVIVENCIA

24 abril 2010

¿Qué sucede cuando la realidad se vuelve intolerable y los recuerdos asaltan nuestra fragilidad mental? ¿Hasta dónde está el límite para continuar instalado en la cordura si el hecho de tener conciencia de los eventos pasados es una permanente batalla de resistencia emocional? ¿Cómo distinguir lo que vemos como verdad objetiva de las construcciones de nuestra psique?
Un excombatiente de la II Guerra Mundial, ahora convertido en detective (DiCaprio, creíble), viaja a la isla-manicomio del título junto a su nuevo compañero (Mark Ruffalo) para investigar la extraña desaparición de una paciente-prisionera (Emily Mortimer). Serán recibidos con sospechosa amabilidad por el director de la institución (Ben Kingsley) y tendrán que lidiar tanto con el decano (el bergmaniano Max Von Sydow), como con el reticente personal y los propios pacientes, con diferente nivel de riesgo.
Después de ver La isla siniestra (Shutter Island, EU, 10), queda claro que Martin Scorsese quiere seguir haciendo cine y del bueno. Dirigida con brío y el ojo clínico de siempre, la cinta asume la compleja tarea de trasladar a imágenes la novela de Dennis Lehane (Río místico), en la que realidad y alucinación se entreveran al grado de confundirse irremediablemente.
El permanente recuerdo de la esposa que se deshace en sus manos (Michelle Williams); la poco explicada presencia del pirómano (Elias Koteas); las confesiones del interno golpeado (Jackie Earle Haley); la inesperada aparición de una doctora en fuga (Patricia Clarkson) y la continua presencia del agua en sus varias manifestaciones, se constituyen como elementos que van acentuando la ruptura entre realidades, colocándonos en un estado similar al que vive el teniente en busca de respuestas sin tener muy en claro las preguntas.
Con enfático empleo de contrastes en el uso de la luz, los colores y las texturas, cortesía del especialista Robert Richardson, se va tejiendo un relato que sucede en muchos lugares a la vez: la mente y los recuerdos del protagónico; las diversas secciones del hospital; la imaginación de los internos siempre en ebullición; un misterioso faro que se eleva entre agresivos peñascos y, desde luego, una época en la que la Guerra fría tomaba forma y la paranoia tenía múltiples caldos de cultivo.
Una cámara desplazándose con firmeza, igual subjetiva que descriptiva, nos va sometiendo paulatinamente al laberinto mental del cual parece ser imposible hallar la salida. Porque la realidad siempre pondrá trabas a nuestros deseos de configurarla según la propia conveniencia.