Se trata de una pequeña palabra quizá inabarcable. Es un acto de la voluntad y una decisión, pero también una invasión de sentimientos que puede ser incontrolable, inexplicable y profundamente espiritual, lejos de toda racionalidad. Se le ha relacionado con el erotismo y su llama doble (Octavio Paz) o se le ha considerado un arte (Erich Fromm); vinculado con el placer, la satisfacción y el sentido de la vida, también se imbrica con el sacrificio, el dolor y la muerte, transición que nos lleva al mayor acto de amor posible, según algunas creencias. No hay amor más grande que dar la vida por los demás, plantea la sabiduría evangélica; las grandes religiones lo tienen como sustento, aunque no falten los fanáticos de todos los signos que maten al que no piensa como ellos en su nombre.
Por amor o por lo que uno cree que es amor, también se cometen locuras o se llega a suponer que lo mejor para el otro es lo mismo que para uno mismo. Esbozar en las manifestaciones artísticas los significados del amor siempre ha implicado un desafío mayúsculo: en el cine, tratar de plasmar en imágenes semejante cúmulo de afectos, parece estar reservado para unos cuantos realizadores, porque no se trata únicamente de hacer una película romántica y listo, sino de envolver al espectador en la experiencia que están viviendo los personajes en torno al amor, en sus diversas manifestaciones, y que puedan, en cierta forma y con las mediaciones del caso, hacerla propia.
En este sentido, el cine de Michael Haneke (71 fragmentos para una cronología del azar, 94; El tiempo de lobo, 03) es penetrante y al mismo tiempo sugerente: busca ahondar en las razones y motivaciones de los comportamientos definitorios de la especia humana, como la proclividad al mal por sí mismo (Juegos sádicos, 97/07) la necesidad de venganza y el eterno regreso al pasado (Caché: El observador oculto, 05), la patología (auto)destructiva (La pianista, 02), la enajenación de la realidad (El video de Benny, 92) y la configuración de las relaciones sociales a partir de las condiciones contextuales (El listón blanco, 09), usualmente esbozadas de manera implícita. No deja títere con cabeza y la obviedad comunicativa no forma parte de su estructura narrativa (Código desconocido, 00), a la que estamos invitados a sumergirnos para profundizar en los detalles, justo donde está el diablo.
Un grupo de bomberos, guiados por un vecino, entra por la fuerza a un departamento para descubrir a una anciana muerta en su cama, cuidadosamente rodeada de flores: el escenario ha quedado abierto y nosotros lo invadimos abruptamente. Y una toma frontal en la que se observa al público acomodándose en un recinto, entre quienes se encuentra la misma anciana con su esposo, sirven de prólogo a este relato tierno y crudo a la vez sobre una pareja de ancianos, elitistas profesores de música económicamente solventes, que llevan muchos años de compartir la vida en un acogedor y elegante departamento, convertido en contexto central del filme, en el cual reciben visitas ocasionales de su hija, entre distante y obsesiva (Isabelle Huppert, implacable y frágil a la vez) y de algún alumno aventajado ya con disco grabado.
Palma de oro en el Festival de Cannes y Oscar al mejor filme extranjero, Amour (Francia-Alemania-Austria, 12) es un retrato de un cada vez más reducido sector de la vejez, con posibilidades económicas, y las consecuentes enfermedades por la ampliación de las expectativas de vida en las grandes capitales del mundo, donde el estado de bienestar pasa por tiempos de crisis y la calidad de la atención depende principalmente de la posición económica, no obstante los beneficios sociales que aún se mantienen en algunas naciones.
Si bien la mirada amplia está presente de manera indirecta, Haneke nos invita a encerrarnos en esta realidad microsocial en la que la esposa empieza a enfermarse de manera irremediable y, por ende, a volverse por completo dependiente de los cuidados de los demás, su marido en primer término y en segundo, alguna enfermera emergente u otra pronto despedida en una pequeña confrontación de clases sociales. En definitiva, la actuación de Emmanuelle Riva –a quien la academia estadounidense debió premiar y de paso homenajear- le brinda una fuerza absorbente a su personaje, aún en la decadencia física y siempre apoyada por la interpretación al nivel de Jean-Louis Trintignant.
Una paloma entra y sale cual mensajera de indescifrables comunicados provenientes de un exterior que parece totalmente ajeno, sobre todo por la inmersión que implica enfrentar la enfermedad y el inevitable deterioro de la persona amada, movilizando los sentimientos hacia caminos casi siempre sin salidas y marcados por la confrontación. La angustia, desesperación y constante arrepentimiento por el trato brusco, se apoderan sin piedad del anciano ya viviendo en función de su amada y dispuesto a cumplir su promesa de no llevarla a ninguna parte y asumir la misión de cuidarla.
La cámara se posa con sobria quietud para enfatizar una perspectiva o una ausencia; recorre los pasillos del apartamento con seguridad contrastante para encontrarse en los diferentes espacios, llenos de Schubert, Beethoven o Bach, como la sala con el piano de cola y los libreros llenos, la discreta cocina con el desayunador, la recámara vuelta escenario fúnebre y el baño testigo de la dolorosa pérdida del sentido de realidad, apenas regresando a través de canciones balbuceadas que sobreviven a la parálisis física, pero nunca emocional.
Una obra maestra de uno de los artistas fundamentales de nuestro tiempo.