El clásico plantea que el hecho de ser paranoico no significa que no te estén persiguiendo: sentirse acechado puede ser producto de la imaginación, de la realidad misma o de una extraña combinación de ambas. Cuando alguien o algo te sigue constantemente, además de tu conciencia o sentimiento de culpa, resulta difícil sentirse libre sobre todo cuando sus intenciones son destructivas. Quizá sea la muerte, disfrazada de muchas formas, que camina detrás de ti o toca a la puerta y si no le abres, verá la manera de introducirse una y otra vez, aunque tengas varias opciones de salida.
Escrita y dirigida con siniestra creatividad por David Robert Mitchell, Está detrás de ti (It Follows, EU, 2015) es una minimalista historia de horror persecutoria en la que caben lecturas e interpretaciones diversas gracias a su planteamiento abierto, que pueden ir desde los ámbitos de la adolescencia como etapa de angustia, hasta los de la descomposición social, en donde solo te salvas si perjudicas a los demás; surgen también reflexiones relacionadas con el SIDA o con la violencia sexual, así como con análisis de carácter metafísico acerca de la vida y la muerte, con todo y la batalla eterna entre Eros y Thanatos.
El planteamiento se traza de manera gruesa, sin entrar en mayores explicaciones causales. Una especie de entidad que se transmite vía relaciones sexuales, toma formas humanas variadas –hombres, mujeres, niños, jóvenes, viejos, conocidos o desconocidos- y persigue a quien ha sido “contagiado”, apareciendo inesperadamente y caminando pausada pero constantemente hacia la víctima, sin ningún tipo de expresión en la mayoría de los casos, aunque a veces con gesto amenazante.
La única forma de salvarse, que no siempre parece definitiva, es teniendo relaciones sexuales con alguien más para dejar de ser objeto de la persecución de este ente cambiante capaz de volverse corpóreo, sin que sepamos bien a bien qué le sucede a los sujetos que utilizó para sus fines terminales. Desde la fuerte introducción, nos percatamos que el peor de los terrores es el que te persigue de manera invisible y tendrás que asumir una decisión moral: permanecer en angustiante estado de escapatoria, pasarle la maldición a alguien más o prepararte para la muerte.
Cuando todo parece un juego consistente en adivinar en qué persona te gustaría convertirte de las que te rodean en un momento determinado, resulta que la maldad puede ser cualquiera de ellas con la única diferencia de que solo tú eres capaz de verla: el juego se terminó para dar inicio a la angustia existencial, lidiando con la incomprensión de los demás o, en el mejor de los casos, con su apoyo irrestricto. Paradójicamente, el deseo amoroso se convierte en el vehículo directo para enfrentar, cara a cara, a la muerte.
CUIDARSE LAS ESPALDAS
Estamos ante una película de atmósferas, más que de sucesos. El escenario es algún suburbio de la golpeada Detroit, ciudad en la que curiosamente también se desarrolla la vampírica Solo los amantes sobreviven (Jarmush, 2013), que parece permanentemente deshabitado, con casas y calles homogéneas apenas interrumpidas por algún conjunto en ruinas, donde al parecer nunca pasa mayor cosa, salvo el tránsito del día a la noche y de ahí al siguiente amanecer. El filme parece una consecuencia lógica del debut del director titulado El mito de la adolescencia (The Myth of the American Sleepover, 2011).
La protagonista (Maika Monroe) es una joven común que, tras tener relaciones sexuales en una segunda o tercera cita con un presunto interesado en ella, empezará a vivir la pesadilla persecutoria de la que parece no haber final, a pesar de la ayuda de su hermana, una amiga, el vecino de enfrente y el amigo eternamente enamorado de ella. Al adecuado trabajo de casting se añaden unas interpretaciones siempre apuntando al realismo y a la naturalidad de comportamientos.
Es un contexto en el que los adultos están ausentes y distanciados, pueden resultar peligrosos o permanecer ajenos a la realidad de los jóvenes, quienes pasan los días en la escuela, viendo películas serie B o a la orilla del lago, fisgoneando a los vecinos, teniendo una cita romántica o flotando en la alberca del patio, cual entorno más o menos seguro aunque susceptible de ser destruido, o bien en alguna otra piscina donde la existencia puede terminar electrocutada, que puede representar la liberación o el hundimiento definitivo, como sucedía en Déjeme entrar (Alfredson, 2008; Reeves, 2010). En el agua la vida cobra dimensiones inesperadas.
Con las figuras tutelares de La noche de los muertos vivientes (Romero, 1968) y El Resplandor (Kubrick, 1980) y la utilizada premisa de presentar a un grupo de adolescentes luchando contra una criatura sobrenatural, de acuerdo con el propio director, la narración se construye, más que por los hechos, por los certeros desplazamientos circulares o diagonales de la cámara, buscando sus objetivos y encuadres con la misma parsimonia que la entidad persigue a sus víctimas, mientras una versátil y omnipresente electrónica cortesía de Rich Vreeland, aquí firmando como Disasterpeace, acompaña y recrea intenciones de las secuencias según el momento anímico de la historia, pausada pero constantemente elevando los niveles de zozobra.