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DUNKERQUE: SOBREVIVIR AL ENEMIGO INVISIBLE

29 julio 2017

Christopher Nolan es un director que se arriesga formal, temática y presupuestalmente hablando. Aunque en ocasiones sus ambiciones rebasan los resultados alcanzados por sus películas, en todos los casos muestra un sorprendente dominio del lenguaje cinematográfico, sobre todo en cuanto al uso del espacio fílmico y a las lógicas narrativas de temporalidades imbricadas o dislocadas, para ponerlo al servicio de sus ideas que, en efecto, por momentos navegan por una grandilocuencia que obstruye la sustancia. Quizá se convierta en el equivalente de Spielberg para las nuevas generaciones: el tiempo lo dirá.

He disfrutado todas sus películas, incluyendo la vilipendiada –por algunos críticos- Interestelar (2014), pero sigo quedándome con la temprana Memento (2000), su obra más redonda a mi parecer. En el documental Side by Side (Christopher y Chris Kenneally, 2012) y en varias entrevistas posteriores, el realizador de Following (1998) y el corto documental Quay (2015), sobre los creativamente retorcidos hermanos de animada estética stop motion, va dejando clara su postura acerca de lo que debe ser el cine en cuanto al empleo de los recursos digitales y en torno a su función como espectáculo de masas y expresión artística. Lo cierto es que cuando presenta una de sus obras, muchos nos involucramos para dar nuestra trascendente opinión.

SOBREVIVIR ES SUFICIENTE

Dunkerque (RU-PB-Francia-EU, 2017) es un gran ejemplo de concisión y enfoque fílmicos, a diferencia de otras de sus cintas como El origen (2010), en donde la premisa quedaba un cuanto tanto subsumida a la pirotecnia visual; nada parece sobrar en el ensamblaje de esta arrobadora historia de sobrevivencia con sabor a derrota evacuatoria, revisada también en el documental de 1989 dirigido por Michael Campbell y de manera tangencial en Expiación (Anagrama, 2006), la gran novela de Ian McEwan vuelta vibrante película por Joe Wright bajo el título Expiación, deseo y pecado (2007).

Cierto es que la decisión de eliminar del guion los contextos más amplios del suceso, puede ser discutible en términos ideológicos, en el entendido de que no se trata que una película se convierta en clase de historia, a menos que ésa sea su intención: quedan sin apuntarse el sentimiento de abandono de los franceses (aunque cinco años después recibieron como héroe a Churchill en París); la orden de Hitler de no acercarse más a la costa y las disputas políticas entre los altos mandos nazis, entre los que había la idea de rematar al ejército aliado y la necesidad personal de algunos de llevarse el crédito, según ciertas versiones históricas.

El filme arranca en el fantasmal poblado belga que da título al film con un grupo de jóvenes soldados caminando por las calles desoladas, bañadas por una lluvia de papeles propagandísticos que anuncian la derrota. Una manguera moribunda y una colilla de cigarro son objetos buscados por los niños que se atreven a asomarse más allá de sus casas. De pronto y como para ponernos a tono, surge el ataque brutalmente sonorizado dirigido a los caminantes de los que solo uno consigue llegar a la playa, especie de ratonera en donde la muerte acecha en forma de bombardeos aéreos, recordando las secuencia inicial de Salvando al soldado Ryan (Spielberg, 1998).

A partir de aquí, se abren las tres vetas narrativas yuxtapuestas con abundancia de imágenes y escasez de diálogos, porque no había tiempo para hablar, solo para actuar: una semana en tierra, un día en el mar y una hora en el aire. La edición nos conduce por una concatenación de sucesos en alguno de los elementos de batalla que se insertan con plasticidad en algún otro frente, retomando lo ya visto pero desde una perspectiva distinta y apostando por una economía narrativa que impide la reiteración innecesaria.

Los breves y notables Kenneth Brannagh y James D’Arcy a pie de playa; Tom Hardy desde los aires con aspecto de Bane en modo heroico, y el sobrio Mark Rylance en plan de ciudadano comprometido rescatando combatientes caídos (Cillian Murphy, Jack Lowden), integran el reparto de experiencia que trata de apoyar la graciosa huida desde sus distintas trincheras, mientras que Fionn Whitehead, Damine Bonnard, Aneurin Barnard y Harry Styles cumplen con la interpretación de algunos de los soldados en trance de mantenerse con vida, al tiempo que ponen a prueba sus principios morales en condiciones extremas, sobre todo cuando hay que optar por apoyar a los demás o pensar en uno mismo.

Dunkirk

La invitación del filme para sumergirse junto con los directamente involucrados en la evacuación parte desde una decisión de carácter tecnológico –filmar la mayor parte de las secuencias con cámaras IMAX en 70 mm y el resto en 65 mm- hasta una construcción visual y sonora que termina por cautivar y atrapar los sentidos, quizá más que el corazón. La edición de sonido es poderosa en todo momento para incorporar al espectador en la batalla escapista: los disparos iniciales retumban en los tímpanos y de ahí al resto de las secuencias, con ese angustiante tic-tac de un reloj no diegético que sí marca las horas.

La indefensión ante el enemigo que emerge del aire, ante la posibilidad de salir respirando del mar o mantenerse volando en la cabina claustrofóbica del avión, se retratan de manera puntualmente contrastantes, gracias a una edición milimétrica y a la versátil fotografía de Hoyet van Hoytema (El espía que sabía demasiado, 2011; Her, 2013) que además se da el tiempo para proponer encuadres de angustiante belleza, intercalando angulaciones tanto a ras de arena y bajo el agua, como por los aires, capturando sincrónicos movimientos de los soldados como si fuera una especie de danza macabra ante lo inevitable: en ciertos momentos, no queda más que arrodillarse y esperar que la muerte en forma de explosión no venga por ti.

La fuerza de la intrincada sonoridad se complementa con el omnipresente score del habitual socio musical Hans Zimmer, entre cuerdas acezantes, electrónica nebulosa, rítmica que parece tener los minutos contados y cierta luminosidad sobre todo en los títulos finales, a pesar del ambiguo final que desemboca en la toma que plantea interrogantes acerca del futuro. Tanto la banda sonora como el sonido y la edición en función de las secuencias visuales, terminan por ser una puesta en escena audiovisual de impactante fortaleza.

Caminar rumbo al mar despojándose de uno mismo; pasar a la posteridad vía noticia del periódico local, dejar que el ciego ilumine la proeza de mantenerse con vida o avergonzarse porque lo mejor que se logró fue huir con éxito: cinco años más por delante de angustiantes combates que ponían en vilo el futuro de la humanidad, ganando o perdiendo las pequeñas batallas para conservar cierta humanidad o extraviarse en la barbarie; pensar en el hogar como la tierra prometida o involucrarse en la absurda lógica bélica que pone a jóvenes a matar o morir por un conjunto de causas inventadas por sus mayores que de pronto se vuelven tan ajenas y abstractas como la propia noción de hermandad.

EL JUEGO DE LA FORTUNA: DECISIONES ARRIESGADAS

6 diciembre 2011

De pronto, los deportes profesionales de conjunto parecían ser víctimas de una excesiva comercialización: se llegó a creer que los partidos se ganaban con la cartera, más que con el talento individual puesto al servicio del grupo. En algunos casos se sigue pensando así. Pero el asunto no es tan simple, afortunadamente; de lo contrario, se perdería toda posibilidad de afición y los resultados quedarían predestinados por el poder económico. Ejemplos a la mano: en el fútbol americano, un equipo del pueblo como los Empacadores de Green Bay terminan ganando el Súper Tazón, mientras que en nuestro fútbol, el equipo con más recursos no se cansa de hacer el ridículo.
Si hay un elemento que mantiene la atención sobre los partidos es la esperanza de ver cómo un equipo chico derrota al grande: repetir siempre que sea posible la derrota de Goliat frente a David y así seguir creyendo en la fuerza de lo imprevisible, en la posibilidad de cambiar el estado de las cosas. Claro que nunca cae mal un duelo entre un par de Goliats. Las épicas deportivas han sido retomadas por el cine una y otra vez: cuando todo está en contra, de pronto surge el corazón y la humildad que vence a la arrogancia.
De ahí que una película como El juego de la fortuna (Moneyball, EU, 11) llegue a refrescar al género del cine deportivo: una mirada distinta al héroe que sigue sus convicciones pero no para ganar, sino para transformar la manera de entender, en este caso, al beisbol: ya no se trata de armar equipos con la chequera o a partir de criterios absurdos como si la novia del jugador en cuestión está guapa para de ahí deducir la autoestima. Y para ello, por qué no recurrir a la también discutible estadística proporcionada no por un reclutador de 30 años de experiencia, sino por un tímido gordazo recién salido de la carrera de economía de Yale.
Basada en la biografía Moneyball: The Art of Winning an Unfair Game de Michael Lewis, con impecable guión de los especialistas ya cotizadísimos Aaron Sorkin y Steven Zaillian, producida e interpretada con brío por Brad Pitt y dirigida por Bennett Miller (La travesía, 98), quien ganara notoriedad con Capote (05), la película sobre la vida de Billy Beane, prometedor pelotero al fin mediocre y gerente aventurero que le cambió la lógica al armado de equipos en las Grandes Ligas, termina siendo una reflexión mesurada sobre la capacidad de arriesgarse por una idea, sortear los obstáculos, triunfar en un sentido y fracasar en otro, como suele suceder en la vida.
A la manera de quien gusta ir a contracorriente como veíamos en El nuevo entrenador (Hooper, 09), sobre el tipo que se aventuró a dirigir efímeramente al Leeds United en el fútbol inglés y que tampoco veía los partidos, o en Juego de viernes en la noche (Berg, 04) con la recreación de la figura clave del coach, el gerente de los Atléticos de Oakland estaba dispuesto a buscar justicia en un deporte que se estaba haciendo injusto: frente a la estrategia corporativista de los Yankees, armar un equipo con jugadores cuyas cualidades no estaban a la vista de todos y que funcionarían en conjunto.
Wally Pfister, fotógrafo habitual de Christopher Nolan, consigue establecer un elusivo contraste entre las tomas de estadio con las de espacios más cerrados, entre oficinas, vestidores y pasillos, utilizando una iluminación precisa. La notable edición, insertando flashbacks y secuencias reales, colabora en definitiva a construir tanto al personaje como el interés paulatino, basándose en una lógica más conversacional que de acción. La banda sonora con esos silencios emocionales, violentamente interrumpidos por el grito de los aficionados, involucra en el suspenso incluso a quien nunca ha visto un juego completo.
El director recurre a un par de conocidos de su anterior film: Mychael Danna, quien aporta el refuerzo a ciertos estados de ánimo a partir del score, cuya partitura central funciona como motivo reiterado en momentos de toma de decisión o de consecuencias inesperadas, y el gran Philip Seymour Hoffman, acá como el antipático entrenador en jefe al fin mandado una jugada clave para el récord; como en intensa lección bien aprendida, Jonah Hill se sale de sus papeles habituales y nos regala una brillante interpretación como el geniecillo detrás del monitor.
Este hombre aún está buscando su Campo de sueños (Robinson, 89), que al parecer no estaba en el mítico Fenway Park de Boston. Entre la escucha de la canción que le dedicó su hija, única persona con la que parece mantener un vínculo afectivo, y la construcción de una visión que pueda seguir incidiendo en cambiar la mirada sobre este deporte que se sostiene a pesar de sus problemas, como se vio en el caso de corrupción de la Serie Mundial de 1919, recreado Eight Men Out (Sayles, 88), la pelota caliente no deja de ser lanzada.

NUEVA YORK, BERLÍN: AMORES, ODIOS

25 febrero 2010

NUEVA YORK, TE AMO
Es la ciudad cinematográfica por antonomasia: Martin Scorsese, Woody Allen y Abel Ferrara la han retratado de múltiples y magistrales maneras, desde su fundación hasta el cúmulo de afectos y desencuentros que fluyen por sus imponentes estructuras, visitadas por King Kong o por perdurables romances ya retratados por Seaton, Donen, Wylder o McCarey. Alto y bajo mundo más todo lo que flote en medio de Manhattan (79) recorrido con un Taxi Driver (76) en el precipicio de la soledad, cual Rey de Nueva York (90).
En forma de homenaje, al estilo de la irregular París, te amo (06), el mosaico aquí desarrollado se articula a partir de relatos ensamblados con lucidores desplazamientos de cámara y música siempre contextual, que nos dan un panorama de las arterias, nervios y músculos de la ciudad, sobreviviente de ataques externos y de su propia descomposición interna, aunque conservando su corazón en taquicardia continua.
Ensoñaciones interculturales (Nair); traviesas simulaciones entre carteristas, actrices de método y fumadores (Wen, Attal, Rattner); crímenes y castigos de final feliz (Iwai); artistas rebasados por la realidad siempre queriéndola atrapar (Akin, Balsmeyer); intentos para prolongar las coincidencias (Hughes); fantasmas suicidas que regresan a épocas mejores (Kapur) y un énfasis en las relaciones personales de pareja o paterno-filiales (Portman, Marston), antes que en el frenesí apenas advertido.
Si bien es cierto que no todos los episodios son igual de redondos, en cierta forma consiguen ensamblarse en la premisa general del film, más orientada hacia los habitantes de a pie que a las estructuras sociales e institucionales que sostienen la vida citadina. En la frontera del romance y la cursilería, siempre tan tenue como las relaciones entre los segmentos, el rompecabezas emocional se despliega ante la mirada cómplice de la selva de asfalto convertida en amoroso ecosistema.

BERLÍN, PARTIDO EN DOS
Finales de los sesenta y principios de los setenta. Surge el movimiento conocido como Nuevo cine alemán y las tensiones políticas están a tope: un grupo extremista ha puesto de cabeza al gobierno de la República Federal y el atentado en las olimpiadas de Munich termina por tensar la estabilidad social. De los movimientos juveniles y el ideal del guerrillero que rompe con el estatus quo, a la renuncia absoluta (incluyendo la maternidad) y el entrenamiento en Jordania para verificar que no hay vuelta atrás, surge la Facción del Ejército Rojo.
Basada en el libro de Stefan Aust y dirigida por Uli Edel cual continuación del reciente cine alemán que revisa críticamente su pasado, La banda Baader Meinhof (coproducción, 08) muestra con precisión cómo los extremos se encuentran y se va recrudeciendo el discurso hasta volverlo dogmático, sin posibilidad alguna de diálogo y menos de disentimiento: cada vez más parecidos a quienes combaten. Así, el estado represor y el grupo guerrillero empiezan a ser dos caras de la misma moneda: la violencia como método, el poder como fin por sí mismo.
Interpretaciones intensas al nivel de la temática, recreación de época convincente y una puesta en escena con juego de texturas y énfasis cromáticos que atrapa desde la primera secuencia de la manifestación contra el Sha de Irán: desde ahí queda claro que el filme va en serio y por todo. A pesar de cierta reiteración en el episodio del encarcelamiento, las secuencias en paralelo de los actos de la nueva generación del grupo, expresa la dificultad para mantener los ideales originales y cómo puede llegar un momento, entre consignas y arengas, que ya no resulte tan nítido el sentido de la lucha.

REIVINDICACIÓN

16 abril 2009

Dos hombres buscan regresar a la posición en la que se creían más felices sin acaso aceptar del todo los errores por la que la perdieron. Hasta que no queda más remedio: convertidos en sus propios jueces, más allá del clamor mediático y popular, se enfrentan a sí mismos en una dura e íntima batalla para poder encarar a los demás y solicitar, indirectamente, su comprensión. Perdedores de cepa que frente al triunfo, regresan a su condición original. Se trata de Richard Nixon y de Randy “The Ram” Robinson.

LA ENTREVISTA DEL ESCÁNDALO: ENTRE LA FAMA Y LA REDENCIÓN

Basada en la obra teatral de Peter Morgan y dirigida con astucia y en clave de docudrama por Ron Howard, quien consigue presentar su mejor película a la fecha, Frost/Nixon: La entrevista del escándalo (EU, 08) es una realista recreación del encuentro y sus circunstancias entre el mañoso ex presidente caído y el hábil pero en apariencia anodino conductor televisivo, convincentemente interpretados por Frank Langella y Michael Sheen, más preocupados por meterse en la piel de los sujetos que simplemente por parecérseles.

Colaboran para el despliegue actoral las sólidas presencias del reparto, representando los sendos equipos de apoyo del entrevistado y entrevistador, no exento éste último de acres discusiones al interior. Como una pelea boxística a cuatro asaltos entre dos pesos de diferentes divisiones y con los consabidos arreglos previos, el encuentro se irá desarrollando entre golpes francos, aparentes KnockOuts e impredecibles regresos de la lona, siempre manteniendo un resquicio de caballerosidad.

Además de las puntuales reflexiones sobre la fuerza de la televisión –capaz de reducir en un primer plano toda una vida-, como apreciamos en el díptico de George Clooney Buenas noches, Buena suerte (05) y Confesiones de una mente peligrosa (02), los diálogos nos conducen por los intrincados territorios del poder, la importancia de la imagen, las vertientes del periodismo, la lealtad, la seducción del dinero a cualquier nivel y la conciencia personal.

Una edición sorprendentemente eficaz que permite fluidez sin perder detalles, iluminación en un doble plano, para las entrevistas y para el propio film, y una puesta en escena que nos involucra en la época y en el ambiente social, redondean esta obra cual entrevista reveladora, autoanalítica y de contundente desenlace. Quizá no era una última oportunidad para ambos pero sí una decisiva. Ahí están los zapatos afeminados para corroborarlo.

EL LUCHADOR: LOS ABISMOS DE LA TERCERA CUERDA

Dirigida por Darren Aronofsky, tras su discutida La fuente de la vida (06), e interpretada por Mickey Rourke haciéndose uno con su personaje, El luchador (The Wrestler, EU, 08) es un viaje depresivo, con algunas paradas esperanzadoras rápidamente difuminadas, por la vida de un hombre roto y de estoica tolerancia que se ha quedado al margen después de ser estrella ochentera del ring. Ahora enfrenta sus más terribles batallas más allá del cuadrángulo: con su descenso sin escalas, con el desprecio de su hija (Evan Rachel Wood) y con la indefinición de su amiga nudista (Marisa Tomei), vuelto interés romántico.

Sin poder entrar a su casa, ocasional diversión de los niños del vecindario, vendedor de autógrafos y paciente despachador de supermercado según el estado de ánimo, mantiene su presencia en el amigable pero aún salvaje mundo de las luchas de segundo nivel. Como marcan las exigencias del medio, mantenerse en forma implica emplear medios artificiales, sobre todo cuando el cuerpo ya no está para esos trotes: camas de bronceado, sustancias de dudosa legalidad y cabellera de lucidora falsedad.

En contraste con sus acostumbradas pirotecnias visuales expuestas en Pi, el orden del caos (98) y Réquiem por un sueño (00), Aronofsky apuesta por la sencillez en la forma para que sea el contenido lo que resalte, en particular la constante imposibilidad del protagónico por establecer nuevas formas de mantenerse en pie fuera del mundo al que perteneció y que no puede dejar, acaso porque la vida transcurre más bien dentro del encordado y en los vestidores de atmósfera solidaria.

No es casual que suenen olvidados grupos hardrockeros de melena cuidadosamente despeinada para dejar que Bruce Springsteen ponga punto final con su canción homónima: la parafernalia siempre será tan espectacular como efímera. No existe corazón que resista el desprecio ajeno combinado con el propio; quizá uno u otro, pero nunca ambos: es como un salto desde la tercera cuerda a un vacío largamente construido.