¿Somos seres solidarios por naturaleza o sólo un conjunto de genes diseñados para sobrevivir? Con esta pregunta no exenta de cierta trampa, vale la pena reflexionar sobre la condición humana en cuanto a su egoísmo o su capacidad de anteponer el bien del otro al propio: a lo largo de la historia, hemos visto que predomina lo primero, aunque ciertos casos nos permiten afirmar lo segundo. Eso sí, a una persona se le conoce en situaciones límite, cuando el miedo parece apoderarse de la posibilidad de sobrevivencia.
Llamada a convertirse en película de culto, WDZ (Reino Unido, 07) centra su premisa en cómo es posible demostrar la inexistencia de tal cosa como el amor y de toda pizca de altruismo en la naturaleza, de la cual somos parte. Dirigida en tono angustiante por Tom Shankland, seguimos a un hosco detective (Stellan Skarsgard) y a su compañera (Melissa George) en la investigación de una serie de crímenes en los que aparecen parejas de cadáveres con una relación afectiva (una pareja que espera un bebé, unos hermanos gemelos) en cuyos cuerpos aparece la ecuación del título.
Los asesinatos se dirigen a miembros de una banda delincuencial que salieron libres de un caso de indescriptible horror en el que parecían estar involucrados; las pesquisas llevan a un laboratorio de experimentación con animales en el que se hacían pruebas para verificar, justamente, la ecuación del título: ¿somos capaces de soportar dolores extremos y dar la vida por un ser querido, antes que matarlo? Es el proceso de la investigación y las propias motivaciones de los involucrados los ejes argumentales que sostienen la inquietante premisa.
Con cámara en mano siempre alterada y continuos close-ups, se retratan las calles neoyorquinas (filmadas en Belfast) saturadas de podredumbre y miedo: las tomas se desarrollan con la inmediatez de un falso documental, acechando cual miedo que se respira en el ambiente. No faltan las escenas shock, incluyendo tormentosos flashbacks, sólo aptas para estómagos fuertes en las que se enfatiza la angustia por matar y no morir, cuando sólo se tienen esas dos opciones.
El transcurrir nocturno no da cabida a ningún tipo de combinación cromática: las texturas son áridas, deslavadas, cochambrosas. Las interpretaciones, incluyendo a Selma Blair, consiguen expresar la asfixia existencial de los personajes en un contexto donde el sol se resiste a salir. Premeditadamente, sabemos poco de los policías y del resto de los involucrados, atrapados en una espiral de la que se han convertido en causa y efecto.
La violencia explícita nunca es gratuita, si consideramos las intencionalidades narrativas, y el despliegue del discurso de la venganza se propone como un entramado que se orienta a justificarla, acaso confirmando la mentada ecuación. Más allá de El juego del miedo de carácter justiciero en abstracto, estamos frente a una reacción que dado el daño causado, nos pone a pensar acerca de los principios relacionados con la máxima de poner la otra mejilla.
Una madre que no se sacrifica por su hijo, un nieto que prefiere matar a la querida abuela, policías que dejan correr la sangre y una serie de situaciones en las que la maldad se impone como forma de relación. Estamos frente a una película de fuerte contenido y de apabullante puesta en escena de la cual es imposible salir ileso. Para revolver entrañas y conciencias. Para sentir miedo frente a la pantalla.
Nos leemos después.
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