Son los años de la guerra fría. Soviéticos y estadounidenses mantienen una más que tensa calma llena de escarceos, amenazas y desarrollo militar en paralelo, como para mostrar los dientes e inhibir al enemigo. Norman Felton y el especialista Ian Fleming planearon desarrollar una serie televisiva que retomara desde una perspectiva desenfadada y juguetona esta contraposición, siguiendo el modelo de James Bond. Con guion de Sam Rolfe nació El agente de CIPOL, que vivió de 1964 a 1968 con Robert Vaughn y David McCallum en los papeles de Napoleon Solo e Ilya Ilia Kuryakin respectivamente.
Dirigida y coescrita por Guy Ritchie, quien ya había retomado tema conocido en Sherlock Holmes (2009) y la trama de enredos con soltura y centrada en el mundo criminal en Juegos, trampas y dos armas humeantes (1998), Snatch: Cerdos y diamantes (2000) y RocknRolla (2008), El agente de C.I.P.O.L. (The Man for U.N.C.L.E, EU-GB, 2015) es una gozosa recreación de una época en la que todavía existían los secretos y el factor humano pesaba mucho más que en estos tiempos de sistemas, tecnologías y drones donde se libran guerras a kilómetros de distancia desde un resguardado cubículo, como se muestra en Operación letal (Niccol, 2014).
Una intensa persecución con pinceladas humorísticas en los linderos del Muro de Berlín para abrir boca y situarnos en el contexto. Un agente de la CIA y una mujer huyen de un implacable miembro de la KGB dispuesto a no soltar a su presa. Con la premisa de la pareja dispareja que termina siendo forzada a colaborar pese a sus notorias diferencias en formas, costumbres y estrategias, se detona una misión de idas y vueltas con aroma retro y emociones hábilmente repartidas para mantener el interés en el proceso y los resultados, particularmente en la interacción de los dos protagonistas.
Sostenida por un diseño de producción que vale por sí mismo, entre lucidor vestuario cual desfile de modas en situación, locaciones para extraviarse y todo un conjunto de objetos y detalles que en efecto nos remiten a los sesenta en su vertiente sofisticada y de la lucha por la hegemonía mundial, la cinta transcurre en consonancia con esta estética desde el punto de vista de la cámara, sus desplazamientos entrecortados y los encuadres de colorido contrastante con las oscuras intenciones de los malosos, aquí encabezados por una rica heredera (Elizabeth Debicki) y su galán (Luca Calvani).
Recurriendo con efectividad a la estrategia cómica de colocar dos tipos de acción contrapuestas en una misma escena (la persecución en lancha, la silla eléctrica), así como la reiteración de situaciones que se suceden en varios contextos (el beso imposible), el desarrollo argumental equilibra con flexibilidad y soltura tanto las secuencias de adrenalina como las de fino humor, sin que unas anulen a las otras. Se advierte un buen aprovechamiento de recursos para jugar fuera de la pantalla y dentro de ella, potenciando sus diferentes espacios y posibles divisiones.
Contribuyen a la precisión del tono las interpretaciones de Henry Cavill y Armie Hammer, como la pareja de espías que reflejan los clichés de sus respectivos países, no obstante que parecía una decisión arriesgada después de sus no del todo afortunados papeles de Superman y El llanero solitario. El tercer vértice es cubierto con gracia y audacia por Alice Vikander, combinando arrojo y distinción en los momentos apropiados. El elenco lo complementa un breve y siempre elocuente Jared Harris; un pausado y convincente Hugh Grant y Silvester Groth como el tío desquiciado.
Ritchie ha logrado actualizar una serie y un contexto retomando su esencia y adicionando un aliento de actualidad: parece que vemos al mismo tiempo una película de hace cincuenta años producida el día de ayer. Estamos ante el inicio de una franquicia que esperemos no termine dando círculos o redundando con el exclusivo propósito de atender a la taquilla. Una misión que podría parecer impensable pero que siempre es posible.