Inversamente, ya lo hemos visto, la percepción práctica implica aún, atrofiados, los procesos imaginarios y está parcialmente determinada por ellos. Además, y sería engañoso no reconocerlo, el gran bosque mágico abarca siempre los dominios del sexo y de la muerte… lo imaginario está siempre latente en los símbolos y reina la estética; las alucinaciones son siempre posibles en cada desfallecimiento de la percepción. Las emociones enredan de pronto las diferencias y confunden las dos realidades… Nuevos sincretismos mágico-afectivo-prácticos se reconstituyen como en el amor. Como en el cine.
Edgar Morin
Las películas que consiguen incorporar una secuencia antológica tienen que luchar, paradójicamente, contra el reduccionismo de su propia maestría. Después de ser testigos del corte horizontal de un ojo provocado por una navaja y aún sin superar el impacto, nos esperan 15 minutos de surrealismo visual en estado puro: increíble riqueza icónica en tan poco tiempo, dentro de la que el inconsciente, los sueños, el azar y las realidades subjetivas se imponen a la racionalidad narrativa convencional. Es la colisión de un par de genios en ciernes que como la nube que atraviesa la luna, coincidieron, en una muestra más del poder de los sueños, dentro del mismo estado mental.
Un perro andaluz (Un chien andalou), debut de Luis Buñuel en complicidad con Salvador Dalí, cumple 90 años y su fuerza se mantiene intacta, más allá de movimientos artísticos en apogeo y tendencias fílmicas predominantes. Desde su título se coloca en ese estado por encima de la realidad: ni perros ni Andalucía, mucho menos caninos originarios de esa región. Su capacidad de reinvención ante cada nueva mirada, en consonancia con los procesos internos del propio espectador, sorprende tanto como las transformaciones personales que uno va experimentando en las etapas vitales: presenciar las imágenes con el espíritu adolescente a cuestas contrasta con una reciente apreciación, ahora con el peso de la adultez temprana. Desde luego, ahí siguen las represiones sociales, las culpas y las infructuosas intentonas de liberación.
De acuerdo a Benet (2004) , la experimentación fílmica de los años 20 del siglo pasado se ubicaba en tres ámbitos: el esencialismo, desarrollado a partir de imágenes abstractas; la exploración de las posibilidades de la edición en cuanto elemento central del lenguaje cinematográfico y la representación de la subjetividad, el simbolismo y los terrenos oníricos. Y es justo este cortometraje el que sentó las bases de las posibilidades de acercamiento entre el cine como arte en construcción y el surrealismo como tendencia en ebullición, originado desde el concepto propuesto por Apollinaire en 1917 y por el manifiesto escrito por André Breton en 1924 (reformulado en 1930), sin olvidar las influencias dadaístas, particularmente aquéllas orientadas a cimbrar los elitistas sistemas establecidos en el mundo del arte. Ahí estaba la lucha entre asumirse como un movimiento artístico puramente o incorporar las ideas comunistas como soporte político subversivo.
El cine, desde entonces y hasta ahora estableciendo vasos comunicantes con las diversas tendencias artísticas, retomó algunos de los principios surrealistas que se pueden identificar en obras como La concha y el clérigo (Dulac, 1926); El retorno de la razón (1923) y La estrella de mar (1928), ambas de Man Ray; Ballet mecánico (1924) de Fernand Léger; Entreacto (1924) de René Clair y La sangre de un poeta (1930) de Jean Cocteau. Estas conexiones entre el arte cinematográfico, persiguiendo la creación poética, y los movimientos a su alrededor, abundaban, como bien señala Sánchez-Biosca (2004): “Por una parte, el cine carecía de una tradición de pensamiento y, en la medida en la que se le deseaba emparentar con las formas artísticas tradicionales, era lógico buscar asociaciones que nacían necesariamente como metáforas” (p. 88).
Nacida de sendos sueños –el ojo y la navaja, las hormigas en la palma de la mano- la cinta se articula –es un decir- a partir de cinco títulos: del tradicional Érase una vez al final de En primavera, pasando por Ocho años después, Hacia las tres de la mañana y Dieciséis años antes. La navaja que disecciona un ojo en plano detalle parece una consecuencia sólo figurativa de la nube atravesando una luna llena, escena que observa un afilador (el propio Buñuel) antes de hacer el corte limpio: cubrir y descubrir miradas interiores, más allá de que lo que mira en primera instancia; afilar con cuidado para abrir nuevas posibilidades ensangrentadas (recordar el homenaje hitchconiano en Spellbound, film realizado en 1945, con todo y la escenografía de Dalí). En efecto, además del poder de la imagen en cuanto tal, que por momentos ha reducido esta obra, habría fijarse en la fuerza asociativa que se desprende de las secuencias en apariencia rotas.
Una mujer que va de la preocupación al temor, del cuidado al desprecio; hormigas recurrentes en la palma de la mano: conexiones significativas sólo con la acción del propio espectador, invitado a un viaje surrealista sin más equipaje que sus propios referentes afectivos y la naturaleza misma de las imágenes. La presencia del andrógino jugueteando con la mano en plena calle pronto acometido; el ciclista que cae y se desdobla (David Lynch ha retomado con maestría perturbadora la idea del desdoblamiento personal); el castigo escolar como forma de inhibir pasiones, acribillado al fin y abrazando el torso desnudo: deseo sexual enajenante siempre prohibitivo y sobreviviendo en la imaginación, lastrado por dos hombres con vestimenta religiosa y el par de pianos con los burros sangrantes encima.
Una mariposa calavera posada en la pared -parte clave del cartel de El silencio de los inocentes (1991) de Demme-, y el ciclista acosador cuya boca ha sido sustituida por vello axilar: Tanathos y Eros en una guerra íntima, casi imperceptible, como de baja intensidad pero de resultados desgarradores: la pareja enterrada en la arena, víctima de la más absoluta inmovilidad. La presencia de la muerte salpica elementos diversos desde el más imaginativo simbolismo, enfrentándose con la pulsión vital más en un contexto connotativo. La idea de la subversión permea a lo largo del entramado icónico: vale la pregunta que se hace Martin (2005): ¿el eros derrotado por la institucionalidad?
Con base en un lenguaje cinematográfico reconocido –la combinación de planos, las estrategias de edición, la versatilidad en la angulación de la cámara-, la transgresión está más bien puesta en las articulaciones significantes, antes que en la deconstrucción lingüística. El uso del plano detalle (extreme close-up) en contraste con los contrapicados y la cámara subjetiva, refuerza el estado onírico pretendido: la ausencia de control que habitualmente se tiene en los sueños más profundos se vincula de manera directa con la imposibilidad para el espectador de anticipar el desarrollo de la cinta, un poco a la manera paradójica en que lo retomaría Richard Kelly en Donnie Darko (2001), con todo y el conejo profeta.
El empleo constante del fundido para reconstruir el encadenado de secuencias cuyo sentido se reconfigura en nuestra percepción, acaso de una forma más individual que colectiva, profundiza en la noción de la subjetividad. El principio surrealista del collage se hace explícito en el texto, al igual que la libre asociación de ideas con todo y arranque shock: encontrar nuevos objetos visuales a partir de la yuxtaposición de imágenes. Si en España el movimiento se combinó con la tendencia simbolista, era difícil que el tándem no lo expresara en esta obra mínima, a pesar de ubicarse en atmósferas francesas. Se manifiesta entonces la percepción en donde la realidad no se objetiva sino que se vuelve un todo, como en sesiones febriles de automatismo, tan famosas en el proceso creativo de tendencia surrealista.
La evasión de cualquier racionalidad no significa la ausencia de pensamiento: sólo que éste toma formas libres, sin las estructuras construidas a partir de lógicas reconocibles en una primera aproximación, acaso ni en una segunda o tercera. Puede ser que de eso se trate, justamente: de que cada vez que se mire se vuelva a replantear un discurso narrativo fracturado por motivaciones imperceptibles que mutan más rápido de lo que podemos asirlas. Como todo texto que se precie, el debut buñueliano puede ser admirado desde diferentes niveles, que buscan ir de la conciencia más plena al inconsciente creativo, nunca colectivo, como reza el viejo oxímoron.
Buñuel, con más o menos énfasis, mantendría este viaje por los estados de la conciencia a lo largo de toda su filmografía: un poco a la manera como parecía verlo todo con ese ojo desorbitado, pendiente no sólo de los sucesos, sino de sus causas profundas. Aún en sus obras revestidas de un realismo absoluto en contraste con La edad de oro (1930), como Las Hurdes (1932) y Los olvidados (1950), ya en su etapa mexicana, es posible advertir esta presencia de supra-realidad que trasciende al objeto-sujeto narrado.
Entre el delirio, los sueños y los deseos inconscientes: la mirada freudiana paseándose por las diferentes etapas de este gran minifilme, trasladada de la experimentación científica a la realidad cinematográfica, representación a su vez de una percepción particular. Una obra que lejos de confortar, confronta.
Publicado en la revista Tirofijo.