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CONDUCTORES NOTICIOSOS

23 febrero 2014

Han pasado de ser simples lectores de noticias a voceros corporativos, mediáticos o ideológicos, según sea el caso: de pronto, se convirtieron en líderes de opinión para juzgar las políticas públicas, quizá más por su manejo y selección de la información que por el propio despliegue argumentativo. Como suele suceder, las excepciones destruyen las generalidades. Las noticias también se transformaron en parte sustancial de la sociedad del espectáculo, al grado de ser objeto de programación televisiva las 24 horas.
Hace muchos años, en México solo teníamos una opción de noticiario televisivo que respondía básicamente a los intereses del gobierno en turno y, por supuesto, a los de la empresa en cuestión: se fueron abriendo opciones y, tiempo después y tras una intentona fallida de Televisa, Milenio optó por abrir un canal de televisión a partir de una estructura de noticas de todo el día, idea retomada por otros corporativos. Años antes, cadenas de televisión en Estados Unidos ya lo hacían con importante éxito en niveles de audiencia: cualquier cosa puede ser noticia, siempre y cuando alimente el interés o morbo del respetable.
Así, los programas de noticias se mueven entre elevados principios morales –búsqueda de la verdad, pluralidad en las perspectivas, respeto por la integridad de las personas – y tentaciones de fuerte acechanza –manipulación, beneficio económico en primera instancia, favoritismo, destrucción de quien piensa diferente- que de alguna manera influencian la forma de presentar los temas y, en ocasiones, hacer pasar la opinión como un hecho. No se niega la necesaria postura y subjetividad implícita que está presente en todo programa; preocupa que la agenda subyacente en estos programas y conductores de pronto no esté a la luz, sino más bien, arropada en discursos socialmente aceptables, en apariencia.
¿Por qué en los programas aparecen algunos actores políticos y en otros no? ¿Por qué ciertas entrevistas son duras y otras a modo, según la persona que se trate? ¿A qué se debe que ciertos hechos tienen una relevancia distinta en cada uno de los programas? ¿Cuáles son las razones por las que una noticia se sigue en un programa y en otro pareciera enterrarse? ¿Qué tipo de información se privilegia en uno y otro noticiero? ¿Desde cuándo algunos conductores pontifican, sintiéndose poseedores de la verdad absoluta, en lugar de abrir espacios para la reflexión? ¿En qué momento el mensajero se volvió más importante que el mensaje?
Parece que una de las claves es la creación de audiencias críticas, capaces de analizar la información que reciben, y buscar diferentes posturas, de preferencia contrastantes, para formarse una opinión más consistente, más allá de acuerdos y desacuerdos.

EL CUARTO DE NOTICIAS
Una serie televisiva que nos permite entender ciertos mecanismos empresariales, editoriales e ideológicos que sustentan las decisiones de un noticiero es la interesante The Newsroom (2012-2013, ya se firmó el acuerdo para una tercera y última temporada), creada por el escritor fílmico Aaron Sorkin (Cuestión de honor, 1992; Malicia, 1993; Mi querido presidente, 1995; Juego de poder, 2007; La red social, 2010; Moneyball, 2011), también responsable de El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006) y de las miradas al mundo de la televisión, uno de sus objetos de análisis, tituladas Sports Night (1998-2000) y Studio 60 (2006-2007).
Un famoso conductor de noticias llamado Will McAvoy, entrañablemente arrogante, tiene un conflicto en una universidad al contestarle de manera grosera, soberbia y prepotente a una estudiante que preguntaba por qué Estados Unidos es el mejor país del mundo. De tendencia republicana, aunque opuesto al Tea Party y con pensamiento crítico, se retiró un corto tiempo para volver al noticiero aunque con algunos cambios orquestados por su jefe, un tipo desfachatado, listo sin que se note y de buenas intenciones (Sam Waters).
El nuevo panorama para el conductor incluye a su exnovia Mackenzie MacHale –con la que no terminó muy bien pero aun con sentimientos a flor de piel- como productora ejecutiva, nuevos integrantes en el equipo y, se supone, un espíritu más crítico y profundo. La estructura narrativa de la serie retoma un suceso reciente de la vida real (derrame petrolero, revuelta en Egipto, Ley de Arizona, muerte de Bin Laden, accidente nuclear en Fukushima) para imbricarlo con la forma en la que el canal lo aborda, considerando todo el proceso de investigación propio de una empresa de estas características.Newsroom
Además, se integran los conflictos humanos inherentes en los lugares de trabajo, entre amores no correspondidos, diferencias en los criterios para la resolución de los problemas y, sobre todo, las presiones que reciben los realizadores del programa por parte de patrocinadores, de la prensa chismosa, de la rudísima dueña (Jane Fonda, infranqueable) y de su hijo, un junior insufrible que no tiene idea de casi nada pero cree saberlo todo (Chris Messina). Se consigue transmitir la adrenalina que genera la llegada de noticias de grueso calibre y la forma en la que debe ser tratada.
Los roles principales son encarnados con una naturalidad aplastante por Jeff Daniels, dándole al personaje los necesarios matices que van de una seguridad inhibidora a una fragilidad oculta, y Emily Mortimer, empapada de feminidad pura, manteniendo ambos una tensión profesional y afectiva que recuerda, en otro tono, a la de los agentes de Los expedientes secretos X. A lo largo de los capítulos, además del tortuoso pasado, se interponen entre ellos algunas personas que terminan por ser efímeras.
Los personajes secundarios, integrantes del equipo noticioso, cuentan con un trazo que los hace interesantes por sí mismos, quizá forzados y artificiales por momentos, pero que complementan convenientemente a los protagónicos: ahí están la joven entregada (Allison Pil) y su novio, en conflicto permanente (Thomas Sadoski); el analista recién llegado, de nobles propósitos pero entrando en diferencias (John Gallagher Jr.); la responsable del área económica, siempre directa y solidaria (Olivia Munn) y el fantasioso poblador del mundo virtual (Dev Patel), de pronto salvando el día.
Las secuencias acompañadas de música (notable el final de un capítulo con Fix You de Coldplay) y la edición cual programa noticioso contribuyen a mantener el equilibrio en la narrativa racional y afectiva, además de los ingeniosos diálogos, en ocasiones demasiado intelectualizados para el momento, la situación y el emisor, pero que consiguen transitar entre el discurso concientizador, la cita de culto y el humor inteligente. La serie apunta sus dardos hacia cómo las relaciones de poder pervierten la posibilidad de contar con información fidedigna para entender el mundo en que vivimos.
Recomendable para los estudiantes de comunicación y para todos quienes tienen relación con los medios masivos y, en particular, el mundo de las noticias. También para nosotros que disfrutamos esta época dorada de las series televisivas.
Los conductores se han reconfigurado quienes están al frente de un programa noticioso: de únicamente leer de corridito las notas que le eran proporcionadas, a casi casi estrellas del espectáculo, pasando por convertirse en figuras centrales para atrapar audiencias de diferente signo ideológico, económico y cultural. Algunas películas han retomado la temática de los programas noticiosos desde diversos ángulos. Veamos.
En Poder que mata (Network, 1976), dirigida con gran sentido actoral por Sidney Lumet, el conductor Howard Beale (Peter Finch, ganador del Oscar en forma póstuma) es despedido por el bajón de audiencia pero antes anuncia al aire que se suicidará y a partir de ella se convierte en una figura revulsiva para la televisión: el filme es una reflexión acerca de cómo se comportan las audiencias, la banalización de las noticias y las estrategias detrás de cámaras para mantener el raiting.
George Clooney en su faceta de director ha abordado la temática televisiva desde la mirada a un productor con doble vida en Confesiones de una mente peligrosa (2002) y en la sobria Buenas noches, buena suerte (2006), retomando los avatares del famoso noticiero comandado por Edward R. Murrow (David Strathairn) en contra del yugo de la intimidatoria política del senador McCarthy. Un buen ejemplo de integridad más allá de las prebendas y de las propias agendas.
Por su parte, Detrás de las noticias (Broadcast News, 1987) de James L. Brooks, centró su atención en un viejo dilema que plantea la disyuntiva de elegir entre un presentador carismático aunque un cuanto tanto superficial (William Hurt) y otro más consistente, aunque menos simpático (Albert Brooks): la responsable de tomar la decisión era una mujer (Holly Hunter) y la situación trasciende el ámbito meramente profesional.

UN CONDUCTOR TAN IMPROBABLE QUE SE SIENTE REAL
Dirigida por Adam McKay, El periodista: La historia de Ron Burgundy (Anchorman: The Legend of Ron Burgundy, EU, 2004) aborda la historia de un conductor -inspirado en Mort Crim- y su inusual equipo que trabajan en una televisora de San Diego. El hombre del título, interpretado con astucia por el también guionista Will Ferrell, es un tipo machista, inculto y melodramático, extrañamente infantil y, a pesar de todo, poseedor de cierta simpatía, con todo y su habilidad para la flauta transversa y su excesivo afecto hacia su pequeño perro.
Al diablo con las noticiasSu pandilla está conformada un gritón de deportes (David Koechner), un patán que hace reportajes (Paul Rudd) y un friki que parece vivir en otro mundo, responsable de la sección del clima (Steve Carell). Corren los años setenta del siglo pasado y el equilibrio se desajusta con la llegada de una reportera con aspiraciones (Christina Applegatte, recordando en otro tesitura a Faye Dunaway en el film de Lumet) para convertirse en una conductora al nivel del protagonista: en un mundo donde las mujeres asumen solo papeles secundarios, se constituirá como una mezcla de amenaza y oscuro objeto del deseo.
También abordado en Un despertar glorioso (Morning Glory, Michell, 2011), aunque desde una perspectiva más accesible y enfocándose en una joven productora y un hosco presentador (Harrison Ford, en papeles similares), el tono de comedia se mantiene entre el trazo grueso, la farsa y cierto absurdo en Al diablo con las noticias (Anchorman 2: The Legend Continues, EU, 2013), tal como se despliega en esa metáfora de la guerra por el rating, escenificada en un campo de batalla cual juego de mesa y en la que intervienen comediantes conocidos del mundo del cine y la televisión conocidos como el Frat Pack, además de otros rostros famosos.
Dirigida también por Mckay, ahora el equipo resurge de sus cenizas y tras un proceso de reintegración decididamente humorístico, se presenta en un canal neoyorquino que está innovando al presentar noticias todo el día. Primero ubicados en un horario de madrugada, empezarán a tomar decisiones arriesgadas, como mantener un tono optimista y patriotero, así como decididamente simplón, dándole prioridad a noticias con potencial morboso. Ahora el jefe no solo es mujer, sino también afroamericana (Meagan Good), como para seguir rompiendo prejuicios absurdos más presentes en la actualidad de lo que uno pudiera imaginarse.
Si en la primera entrega la noticia clave era el nacimiento de un panda en el zoológico, acá el asunto se convierte en plantear un continuo de información que mantenga los niveles de audiencia altos, sin importar si la nota es una intrascendente persecución en auto al fin despertando más interés que una entrevista al líder palestino, por ejemplo. No falta el insufrible rival interno (James Marsden), el productor locuaz (Dylan Baker), la secretaria siempre en otro mundo (Kristen Wiig) y la nueva pareja de la ahora reconocida presentadora, un psicólogo que complementa el cuadro deliciosamente inverosímil del filme (Greag Kinnear).
Una cinta que entre broma y broma devela ciertos mecanismos de cómo funcionan los noticieros, cuáles son sus intenciones no siempre visibles y de qué manera influye la presencia de un conductor para reportar descensos y ascensos de audiencia, factor tristemente determinante para tomar decisiones editoriales y laborales.

TRILOGÍA DE LA TRANSFORMACIÓN CHILENA

14 May 2013

El triunfo de Salvador Allende en 1970, el golpe de estado tres años después, la dictadura militar de Augusto Pinochet (posteriormente desnudado en toda su dimensión), y el regreso a la democracia en 1990, fueron una serie de sucesos históricos que marcaron a una nación y que de alguna manera se convirtieron en experiencias, algunas luminosas y otras muy oscuras, que en los últimos veinticinco años han sabido aprovechar en términos políticos, económicos y sociales, no obstante las recientes manifestaciones estudiantiles y los problemas que se enfrentan a escala global, también vividos en el país andino.
El director Pablo Larraín, quien debutó con Fuga (06), retomó este contexto histórico para desarrollar una trilogía en la que se internó por un par de historias más bien deprimentes que suceden tras bambalinas, y una más centrada en un hecho crucial: en todos los filmes, los sucesos políticos y sociales funcionan como un caldo de cultivo que influye de manera más o menos directa en el curso de los acontecimientos que conforman relatos de seres marginales, solitarios o incluso patológicos, que de alguna manera son invadidos por estas transformaciones macrosociales.
Las películas tienen en común un estilo visual que contrasta la imagen deslavada y capturada con insistente cámara en mano, buscando primeros planos o bien manteniéndose a la distancia en espera del evento, con encuadres evocativos que enfatizan el aislamiento y la dificultad para la comunicación desde una perspectiva subjetiva, entremezclada con tensos planos y contraplanos con abundancia de desenfoques y una grisácea recreación de la época, ya sean los años setenta u ochenta, con ciertos apuntes sobre la sociedad del espectáculo en su decadente dimensión.
Además, la notable presencia de Alfredo Castro en las tres cintas, recordando por momentos a Al Pacino y a Ricardo Darín, le brinda una inusual fuerza a las secuencias que transcurren de manera pausada: se trata de esos actores capaces de sostener un plano sin pronunciar palabra, transmitiendo múltiples sensaciones que pueden ir del rechazo absoluto hasta la sutil perversidad acomodaticia; junto a él, otros intérpretes como Antonia Zegers, Marcial Tagle y Jaime Vadell, conforman un sólido elenco para darle verosimilitud a los diversos personajes secundarios. Las tres películas disponibles en video, gracias a la oportuna distribución de Canana Films.

PARA NO MORIR DESPUÉS DEL SÁBADO POR LA NOCHE
Tony Manero (2008) es un duro retrato del nivel de amoralidad a la que puede llegar un pobre diablo monstruoso con tal de alcanzar sus objetivos: montar un deplorable show y ganar un concurso televisivo de imitadores del personaje interpretado por John Travolta en Fiebre del sábado por la noche (Badham, 77). Este cincuentón frustrado y violento ve la película continuamente y ensaya en solitario o junto a otras personas que viven alrededor de una fonda en la que presumiblemente se presentará un espectáculo mágico y musical, que poco tiene de ambos y que más bien mueve a la depresión y al malestar anímico.
Vive obsesionado en imitar a un ícono fílmico, al estilo de esas personas que dedican su vida a ser quienes no son, buscando fama, afecto o reconocimiento a partir del disfraz de la estrella mediática. La soberbia actuación de Castro redondea la construcción de uno de los personajes más desagradables y repulsivos que se ha visto en el cine reciente y que por supuesto, no deja a nadie indiferente.
Post Mortem (2010) es un relato tan sórdido como su título: un silencioso y reservado funcionario de la morgue (Castro, otra vez) se enamora de su vecina, una bailarina que parece vivir en otro planeta (Zegers), con amigos altamente politizados. La irrupción del golpe militar provoca que el ejército tome posesión del centro de trabajo y que la presión vaya en aumento; mientras tanto, la mujer ha desaparecido y su casa ha quedado hecha un desastre. El protagonista, a pesar de su contención afectiva, puede reaccionar de formas inesperadas, en medio de la desestabilización nacional.
Los prolongados planos hacen pensar en la necesidad de la inacción, justo cuando el país entra en una fase de persecución política, así como en el cuidado con el que las personas se deben desempeñar en ambientes hostiles. En efecto, ahora los cadáveres que llegan no son producto de muerte natural, sino de un sistema criminal y asesino que está en la disposición de restringir cualquier tipo de disidencia. Con una iluminación que muestra las oscuridades de los pasillos y unos encuadres que capturan las miradas por la ventana, el filme se conduce lentamente hacia un destino desolador.
NOBasada en la obra teatral El plebiscito de Antonio Skármeta, No (2012) es una recreación, con todo y pietaje real, de las campañas políticas en torno a la continuidad de Pinochet, forzado por la presión internacional para convocar a este ejercicio democrático en 1988. La oposición, a pesar de las diferencias por la polémica entre pragmatismo mercadológico y dogmatismo revolucionario, decide contratar a un publicista y padre soltero (Gael García Bernal, convincente), quien propone una campaña fresca, como viendo más para adelante que para atrás, orientada a promover el no del título; del otro lado, su jefe en el despacho (Castro, oportunista) se alinea con el gobierno para apoyar la campaña del sí.
A pesar de que la historia y su desenlace es conocido, Larraín consigue estructurar el relato con la suficiente tensión dramática, a partir de una incansable cámara persecutoria, como para mantener la atención en la forma en la que fue transformándose el proceso político, con todo y los coletazos y estertores del aparato dictatorial; como viene sucediendo desde entonces, las elecciones parecen quedar en manos de los publicistas más que de los candidatos o de las opciones: el tren eléctrico puede descarrilarse en cualquier momento por las presiones internas y el espionaje externo.
Los mensajes en contraposición eran claros: la bonanza económica del país gracias a la mano dura (que también resultó bastante larga, como se supo después), contra la represión y las desapariciones forzadas. Como suele suceder con las dictaduras en las que se cooptan los medios de comunicación, se impiden elecciones libres y se neutralizan las opiniones diferentes, segmentos de la población parecen estar a favor, acaso por las dádivas recibidas, la ignorancia inducida o por la conveniencia egoísta. Un filme que retrata con nitidez éstas y otras siniestras realidades de los regímenes dictatoriales.

JUEGOS DEL HAMBRE O CÓMO SOBREVIVIR AL AUTORITARISMO

20 abril 2012

En la sociedad del espectáculo, hasta la sobrevivencia puede convertirse en programa televisivo: la realidad no se vive, sino se captura a través de cámaras y pantallas colocadas en todas partes; las emociones se desarrollan por medio de lo que le sucede a los otros, a los protagonistas forzados de un reality show en el que deben salvar el pellejo a costa de los demás. Desde luego, el control político pasa por dar cierta esperanza, no demasiada, y mantener el miedo: qué mejor que una serie transmitida en vivo y a todo color en donde los bárbaros se destrocen entre sí, mientras la clase privilegiada brinda por la carnicería.
Basada en el guión y novela de Suzanne Collins, primera de una trilogía sobre un futuro distópico en el que El Capitolio (centro) selecciona periódicamente a una pareja mixta de jóvenes por cada uno de los 12 distritos (periferia) para pelear a muerte hasta que solo quede uno vivo, al tiempo que los eventos se transmiten cual programa en horario estelar, y dirigida por el también escritor Gary Ross (Seabiscuit, 03), Los juegos del hambre (The Hunger Games, EU, 2012) termina siendo una atractiva combinación de videojuego, circo romano, cine de aventuras con contenido político y melodrama juvenil, con todo y una crítica a los sistemas autoritarios.
En un país que se supone es Estados Unidos dentro de algunos años –no tantos, por lo visto- y después de un periodo de rebeldía, el poder ha sido concentrado y mantenido a punta de sumisión: como una forma de seguir demostrándolo, cada año se realiza la selección de jóvenes para que participen en un juego a muerte. Este año, los habitualmente ganadores del sector 1 y 2 tendrán que enfrentarse a una estrella naciente: la arrojada joven del sector 12 (Jennifer Lawrence, aún en el Invierno profundo cazando ardillas) que se ofreció como voluntaria para salvar a su hermana (Willow Shields), a quien acompañará el dubitativo trabajador de una tienda regenteada por su madre (Josh Hutcherson), con habilidades para el decorado de pasteles y el lanzamiento de bultos.
Si bien el director ya había explorado la presencia de la televisión como realidad paralela en Amores a colores (Pleasantville, 98), acá más bien se acerca a propuestas como El Show de Truman (Weir, 98), donde una especie de orwelliano Big Brother mediático -acá encarnado por Wes Bentley como el operador en jefe y por el gran Donald Sutherland como el mero mero preciso- mete mano negra para hacer del programa todo un suceso (bolas de fuego, caninos gigantes), desde el efusivo presentador (Stanley Tucci, desatado) y su colega (Toby “Capote” Jones), hasta el staff de cada distrito (Elizabeth Banks, cual reina del país de las maravillas; Woody Harrelson en deliciosa sobreactuación y el roquero Lenny Kravitz), como si de una burocracia costosa se tratara.
Con abundancia de primeros planos y una cámara flotante y nerviosa cual joven en combate no pedido, combinando una lógica subjetiva con una perspectiva objetiva, como de espectador distante, las secuencias se desarrollan entre el trazo afectivo de los personajes, en algunos casos demasiado maniqueos, y los eventos en los que despliegan las secuencias de acción, alcanzando niveles de tensión que nos mantienen involucrados con el desarrollo de los acontecimientos: en algún momento, el filme consigue que nos interesen los personajes, tanto los protagónicos como los de soporte.
El diseño de arte le brinda un atractivo adicional al filme: de los maquillajes y peinados estrafalarios a los vestuarios de diseñador retrofutrista, nos instalamos en decorados de interiores con sofisticada ambientación –de buen y mal gusto, según el caso- y a diseños urbanos que combinan la idea de la vanguardia citadina con zonas marginadas aún atrapadas en una época anterior al siglo XX. El uso de los silencios entronca con secuencias de emotividad capturada vía música de James Newton Howard y T- Bone Burnett, como en la muerte de la diminuta Rue (Amandla Stenberg) o en los flashbacks de paleta deslavada, que muestran la tragedia familiar y el primer encuentro entre los protagonistas.
La perspectiva de la sobrevivencia adolescente adquiere dimensiones sociológicas en deuda con El señor de las moscas, creando alianzas para fortalecerse, generando odios irracionales y aún manifestándose sentimientos de solidaridad, apoyo y sacrificio. No obstante, se asume el papel asignado por las estructuras de poder y, como en la guerra, se cae en el absurdo de matar a desconocidos, sólo porque alguien más lo manda: todo sea para mantener el status quo.
La trilogía parece destinada a ocupar algunos espacios en el gusto juvenil, ahora que Harry Potter ha depuesto la varita, y convertirse en uno de los fenómenos mediáticos importantes para los inicios de esta nueva década. Si bien se trata de una obra que retoma elementos ya revisitados en otras propuestas, su amalgama funciona en términos narrativos y afectivos.

BAARIA: GENERACIONES CIRCULARES

29 marzo 2011

Una película-río atraviesa el tiempo y fluye por acontecimientos varios, enfocándose en un puñado de personajes que de alguna manera se convierten en portadores de las formas de pensar y actuar en determinados contextos. Usualmente, este tipo de films abarca tres o cuatro generaciones que se van conectando por afinidades familiares o sociales, estableciendo continuidades narrativas que se articulan para darle a la historia un sentido de unicidad.
El riesgo, claro, aparece cuando las bifurcaciones sobrepasan al cauce central y el resultado termina en un desbordamiento tal que lejos de darle diversidad a la propuesta, termina en una dispersión episódica que impide el involucramiento por parte del espectador, perdiendo el interés por los personajes y sus circunstancias. Es probable que todo el aparato narrativo de estas cintas presente tensiones entre el desarrollo de los sujetos y la necesidad de contar los grandes acontecimientos en los que están envueltos.
Dirigida con aliento épico por el siciliano Giuseppe Tornatore (La desconocida, 06; Una pura formalidad, 94), Baarìa: Amor y pasión (Italia, 09) es justamente una cinta que se despliega a lo largo de 50 años, de 1930 a 1980, siguiendo a un tronco familiar en el poblado que da título al film, dentro de la región de Bagheria en Palermo, sitio donde nació este realizador que alcanzara notoriedad con Cinema Paradiso (89), cuyo espíritu está presente en la cinta sobre todo cuando la comunidad se entrega al disfrute del cine, con todo y discusiones morales y las referencias, explícitas o implícitas, de los grandes directores italianos de los cuarentas y cincuentas.
En un tono que retoma el neorrealismo italiano, desde el punto de vista temático, y el cine felliniano en su forma y puesta en escena, el director de Todos estamos bien (90), Novecento: La leyenda del pianista (98) y Malena (00) regresa a la premisa de apretar los botones sentimentales y humorísticos por igual, con mejores resultados los segundos que los primeros, para construir una extendida historia -150 minutos- que mezcla romance, contexto político, situación social, saga familiar, guerra y todo lo que sea posible en la vida de Peppino (Francesco Scianna), un hombre al que seguimos desde niño hasta que se convierte en padre de familia, atravesando por su formación sentimental, ideológica, política y laboral.
Desde la perspectiva de la pequeña comunidad, se siguen los grandes acontecimientos que marcaron aquellos años, particularmente la II Guerra Mundial, y la aparición del comunismo con todos sus mitos, esperanzas y promesas, mientras que elementos como la religiosidad popular y las tradiciones del campo se entremezclaban con el ascenso de la mafia –de paso se menciona a los Corleone- y las diversas disputas que todos estos factores generaban. No obstante, la cinta se da tiempo para darnos ciertos toques de realismo mágico que la hacen más ligera y llevadera, si bien por momentos se extraña una mayor fuerza dramática.
Tanto el diseño de producción –vestuario, construcción de sets, utilería- como el score, cortesía del mítico Ennio Morricone, nos remiten de inmediato a una época histórica determinada, así como el cúmulo de detalles no sólo visuales sino también narrativos (como sucedía con El hombre de las estrellas, 95), en los que se advierten formas de pensar propias de los tiempos que corren, así como la aparición en los pueblos de artefactos varios de acuerdo a los avances tecnológicos primero llegados a las grandes ciudades.
Los espectaculares desplazamientos de cámara y la fotografía de provocadora belleza por momentos captan más la atención que lo narrado, es decir, en ciertos pasajes interesa más la forma que el fondo. La cinta gana fuerza cuando intervienen los personajes femeninos, en especial la esposa (Margareth Madé) y la abuela (Ángela Molina), cuya historia se inserta con tino a través de un flashback: la vitalidad de ambas va sosteniendo al personaje central y ejemplifican la importancia de la mujer en las estructuras familiares de la cultura latina, a pesar de que en otro sentido se le menosprecie.
La estructura circular del film, con esas elipsis continuas en ocasiones bruscas y con esos trompos girando mientras que la mosca sale volando, nos coloca en la posición de apreciar el tiempo no de forma lineal, sino con las idas y vueltas más propias de las vidas humanas y de los acontecimientos históricos que no se suceden de manera predecible y ordenada, sino con regresos al punto de partida. De ahí que un padre refleje su propia infancia en el hijo y éste, a su vez, se proyecte en su progenitor cual modelo a seguir. Para correr, no hacen falta alas, aunque las víboras prietas acechen en los sueños.

DESGRACIA: ENTRE EL PERDÓN Y LA VIOLENCIA

16 octubre 2010

Nada fácil aventurarse a plasmar en imágenes una novela de J.M. Coetzee, sobre todo considerando la fuerza depresiva de sus historias que no obstante atisban cierta esperanza. El director estadounidense-australiano Steve Jacobs (La Spagnola, 02), quien ha trabajado desde una veta experimental, asumió el reto y realizó Desgracia (Australia-Sudáfrica, 08), filme escrito por él mismo junto con su esposa Anna Maria Monticelli, basado en la novela homónima del también escritor de Hombre lento.
De múltiples lecturas que van de los conflictos personales y familiares hasta un desencantado análisis de la realidad postapartheid en la tierra gobernada por Mandela, el texto del premio Nobel se centra en la figura de un profesor blanco de literatura inglesa (acá interpretado con maestría por John Malkovich) que es expulsado de una institución educativa en Ciudad del Cabo, tras admitir con insolencia que en efecto se aprovechó de su posición para seducir a una alumna: los papeles pronto se invertirán y tanto sus ínfulas como su egocentrismo se tendrán que poner a prueba en forma drástica.
Una vez fuera del circuito universitario, decide ir a visitar a su hija en reciente ruptura amporosa (Jessica Haines), quien vive en una comunidad rural donde se respira una tensión latente por la posesión de los terrenos en la que se inmiscuye el componente racial: muchos años de segregación no se olvidan tan fácil, a pesar de la notable política del perdón impuesta por el mandatario sudafricano, abordada de manera tangencial en la cinta En mi tierra (Boorman, 04). Ahí está el simbólico centro de sacrificios de perros para confirmarlo: la rabia no se extermina tan fácilmente, sino que parece resurgir cuando menos se espera.
La cinta retoma con habilidad los trazos centrales de la premisa original expresados sobre todo en la figura del docente caído en desgracia ahora obligado a cambiar de perspectiva: entre la sumisión y la bíusqueda de perdón la línea no es del todo definitiva y los límites ya no son del todo perceptibles, como bien queda planteado en esa acallada lucha por los espacios físicos o en la salvaje violación que sólo puede ser asumida en doloroso silencio, incluso aceptando las consecuencias de toda índole.
A diferencia de la mirada más de carácter celebratorio de Clint Eastwood en Invictus (09) y más cerca de la desolación de Tiempo de perdón (Gabriel, 04), Coetzee-Jacobs lanzan su mirada a una perifera con rasgos de salvajismo a partir de una oportuna combinación de angulaciones de la cámara, con picados y contrapicados en momentos clave y tomas panorámicas que de alguna manera consiguen dibujar un mapa no sólo geográfico, sino más bien relacional en cuanto a los acomodos atropellados para definir las nuevas normas de difícil convivencia.