ALAIN RESNAIS: EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

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“Cuando hago una película intento no repetirme. Si hubiese tenido la sensación de estar haciendo un testamento (cinematográfico) no hubiese tenido las ganas ni las fuerzas de hacerlo” (Resnais, 2012).

No gustaba especialmente de comentar su obra: esperaba que ésta hablara por sí misma, acaso abriendo la posibilidad a múltiples interpretaciones y lecturas diversas. Con fuete conciencia antibélica, uno de sus grandes temas fue la memoria y sus inabarcables ramificaciones, tanto desde una perspectiva individual como colectiva: por ejemplo, en el documental Toda la memoria del mundo (1956), retrató la importancia de la Librería Nacional Francesa como símbolo de trascendencia y perpetuidad, santuario para que el olvido no hiciera de las suyas.
A pesar de coincidir en época y cierto espíritu innovador con el surgimiento de la Nueva Ola Francesa, no manifestó su adhesión de manera clara, quizá porque lo suyo era un camino personal también de intensa renovación de las formas fílmicas y del lenguaje cinematográfico, en particular con sus propuestas vinculadas al proceso de edición, provocando imaginativas rupturas que le dejaban al espectador la libertad para armar los rompecabezas propuestos de acuerdo con sus propias racionalidades: el filme se convierte en una amplia variedad de narraciones yuxtapuestas. En este sentido, se le puede ubicar más cerca del movimiento estético de izquierda conocido como La Rive Gauche, junto a Chris Marker, Agnes Vardà, Alain Robbe-Grillet y Marguerite Duras.
Al respecto, comentó: “Mis películas son un intento, aún muy tosco y primitivo, de acercamiento a la complejidad del pensamiento, de su mecanismo… todos tenemos dentro imágenes, cosas que nos determinan y que no son una sucesión lógica de actos perfectamente encadenados. Me parece interesante explorar ese mundo del subconsciente, desde el punto de vista de la verdad, no de la moral” (en Caparrós Lera, 1994. 100 grandes directores de cine, Madrid, Alianza). En efecto, siempre intentó capturar parte de la inasible realidad del devenir.
Alain Resnais (Vannes, 1922- París, 2014) debutó con L’aventure de Guy (1936) un prematuro corto puberal que significó el inicio de una trayectoria siempre en constante búsqueda tanto temática como estilística. Durante la década de los cuarenta y principios de los cincuenta del siglo pasado, realizó algunos cortos y documentales relacionados con artistas, particularmente con pintores: su serie de filmes a manera de visitas incluyó a personajes como César Doméla, Félix Labisse, Hans Hartung, Lucien Coutaud, Oscar Dominguez y Henri Goetz. En particular, sus obras Van Gogh (1948), Guernica (1950), Gauguin (1950) y Pictura. Segmento Goya (1951), resultaron representativos de sus preocupaciones iniciales en cuanto al arte y el horror de la guerra, como se advertiría posteriormente.
ResnaisDespués de reflexionar sobre el colonialismo junto a Chris Marker en el cortometraje documental Las estatuas también mueren (1953), realizó el imprescindible Noche y niebla (1955), poderoso filme de poco más de media hora que integra material de archivo con imágenes de las víctimas y recorridos dolorosos por los lugares en los que sucedió el holocausto judío, apenas diez años más tarde del fin de la 2da. Guerra mundial: se trata de un alegato contra el riesgo de extravío memorístico y la ausencia de responsabilidad, todavía presente en muchos nazis que negaban su participación o la justificaban con la lógica de la sumisión.
El guion de Jean Caryol, un sobreviviente de la barbarie, acompaña con voz en off a una cámara que se desplaza con tristeza por los campos de concentración ya vacíos pero todavía transpirando la tragedia, en contraste con la apacible naturaleza que rodea. Posteriormente, Resnais se introdujo en una fábrica para realizar el corto documental titulado El misterio del taller quince (1957) sobre una enfermedad en el contexto laboral y la animación El canto del estireno (1958), resultado de la petición de un grupo empresarial relacionado con el plástico.
La presencia de la guerra permaneció en el laconismo desplegado en Hiroshima mi amor (1959), su evocativo primer largo de ficción, pero ahora a manera de contexto con fuerte presencia divisoria en el ánimo de los protagonistas. El guion de Marguerite Duras se centraba en la imposibilidad de abandonar el pasado, no obstante el surgimiento de un amor intenso: Emmanuelle Riva, quien interpretó intensamente a la anciana que va perdiendo la memoria en Amor (Haneke, 2012), era una actriz francesa participando en una película antibélica que se enamora de un arquitecto japonés (Eiji Okada), en una ciudad aún dolida por la bomba atómica.

EL ETERNO RETORNO O EL TIEMPO RECOBRADO
Con vaporoso y abstracto guion de Alain Robbe-Grillet, basado subrepticiamente en la novela cienciaficcional La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, la enigmática y retadora El año pasado en Marienbad (1961), persigue al tiempo que va y viene entre composiciones de alcance poético, pensamientos y afectos que transitan por laberintos sin entradas y salidas identificables, explorando los recovecos de la memoria a través de una elegante y segura cámara, entre diálogos entrecortados, personajes identificados con una letra y vueltos parte de la escenografía de la posibilidad, rodeando a un triángulo en el que una mujer se mantiene indecisa de irse con el presumible amante o quedarse con el marido, jugando siempre a ganar.
Durante el resto de los sesenta, dirigió Muriel (Muriel ou le temps d’un retour, 1962), con fuertes dosis experimentales tanto en la construcción de personajes como en la puesta en escena; La guerra ha terminado (1966), con guion de Jorge Semprún, Lejos de Vietnam (1967) en complicidad con otros realizadores y retomando su postura en favor de la paz, y Te amo, te amo (1968), relato romántico ubicado en el futuro que no alcanzó los niveles impuestos por sus predecesoras.
Después de participar en la colaborativa El año 01 (1973), dirigió a Jean Paul Belmondo encarnando a un estafador en Stavisky (1974), también con guion de Semprún, y se aventuró a retomar los relatos de H.P. Lovecraft en la alucinada Providence (1977), una de sus cintas más representativas por sus temáticas recurrentes y su arriesgado estilo, si es que cabe el término en una obra así caracterizada. En sus obras Mi tío de América (1980), La vida es una novela (1983), Mélo (1986) y Quiero ir a casa (1989), incorporó estructuras propias de los musicales y del teatro con elementos lúdicos, cómicos y románticos con tintes de drama como en L’amour à mort (1984).
Inició la década final del siglo XX participando en la colectiva Contra el olvido (1991), patrocinado por Amnistía Internacional, y Gershwin (1992), sobre el genial músico estadounidense, para dar paso a su permanente reconstrucción de la noción de contrapunto, expresada profusamente en la absorbente y compleja Smoking / No Smoking (1992), a la que le siguió, como para tomarse un respiro, Conocemos la canción (1997), colocando la música por delante, en particular la chanson de mediados del siglo pasado. Abrió el nuevo milenio con la comedia romántico-musical En la boca no (2003), situada en 1925 y con Pasiones privadas en lugares públicos (2006), en la que retrató a una serie de personajes solitarios en París a través de sus búsquedas, con la consabida voz en off.
Sus películas finales fueron Las hierbas salvajes (2009), en la que desarrolla un amor tan imaginativo como improbable; Todavía no han visto nada (2012), de absoluto espíritu teatral, retomando la tragedia griega de Orfeo y Eurídice, y Amar, beber y cantar (2014), también inserta en el mundo de la representación pero integrando la visión de la muerte, que finalmente se le apareció el pasado 1 de marzo a la edad de 91 años en París, llevándose a uno de los más grandes realizadores fílmicos de la historia, gracias a su visión única del arte cinematográfico como medio de expresión para reflexionar sobre la imposible búsqueda del tiempo perdido.

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