DJANGO SIN CADENAS: LIBERTAD CON SANGRE

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Si ya puso a los nazis en su lugar con Bastardos sin gloria (09), por qué no hacerlo con los esclavistas del sur de Estados Unidos durante el siglo XIX, quienes consideraban a seres humanos como posesiones, justificando su racismo con teorías absurdas como la de las diferencias craneanas. Lástima que en ambos casos sea ficción y tanto unos como otros cometieron toda clase de atrocidades al amparo de una legalidad racista y criminal, por paradójico que parezca. En efecto, Quentin Tarantino parece que ha entrado a una fase de justiciero fílmico a partir de su indudable capacidad para el humor negro, la violencia coreográfica y la pepena entrecruzada de géneros considerados como menores.
Un dentista de origen alemán, convertido en caza recompensas hábil para el verbo (Christoph Waltz, hilarante), convence a un esclavo de espíritu rebelde (Jamie Foxx, concentrado), después de “negociar” con los dueños, para que lo acompañe a buscar unas presas, a cambio de darle una corta y su carta de liberación; la asociación parece ir funcionando y un nuevo objetivo se presenta: rescatar a la esposa (Kerry Washington) del ahora hombre, propiedad de un hacendado (Leonardo DiCaprio, desbocado) que gusta de las peleas a muerte entre esclavos además de otras linduras, para lo cual todo un plan se pone en marcha que requiere temple y teatralidad por partes iguales.
Retomando subgéneros marginales ya revisados en su filmografía (Jackie Brown, 97; Kill Bill Vol. 1/Vol. 2, 03/04; A prueba de muerte, 07), Tarantino construye su mirada al personaje central inspirado en el film de Sergio Cobucci de 1966 interpretado por Franco Nero -también apareciendo aquí, a partir de las lógicas narrativas del spagetthi western, con toda la estética visual expresada en los créditos, el uso del zoom y parte de la banda sonora (Luis Bacalov, por ejemplo), aderezada con otras músicas que rompen el molde, desde el hip-hop de RZA (también actor), Tupac Shakur y Rick Ross, hasta Jim Croce, James Brown y Johnny Cash, integrando al maestro Morricone, Verdi y Beethoven, por no dejar.
A manera de complemento, se incorporan claves del black exploitation, género que floreció en los años setenta y que planteaba diferentes manifestaciones de la comunidad negra, particularmente urbana, utilizando el thriller de acción y las músicas propias de la época, interpretadas por artistas afroamericanos. En este cruce de géneros se despliega un diseño artístico que no se detiene para jugar con vestuarios, escenografías y objetos propios de la época, dándoles presencia en los encuadres plásticamente construidos.
DjangoComo le ha sucedido al exempleado de videoclub en sus recientes filmes, desde sus grandes obras Perros de reserva (92) y Tiempos violentos (94), las brillantes secuencias no terminan cuajando en una cinta integral y articulada, sino más bien en excelsos ejercicios de estilo que dada su innecesaria duración, terminan por resultar obras irregulares con momentos geniales de cine en estado de gracia y con otros que denotan una falta de autocrítica y de capacidad de síntesis: como si se supusiera que todo vale la pena integrarlo a la historia, aunque se provoquen derivaciones que muy poco abonan al conjunto.
Argumentalmente, Django sin cadenas (EU, 12) da demasiadas vueltas y no todas las situaciones y personajes terminan por venir al caso (como la hermana del dueño de la plantación), provocando cierta dispersión en la secuencia de los hechos, siempre suplida por diálogos cargados del consabido fino sentido del absurdo y acciones límite que navegan con soltura entre la comedia y el gore, particularmente cuando se recurre al flashback con cambio de textura visual para explicar orígenes o introducirse en el recuerdo angustiante de los personajes (el ataque de los perros, las torturas), encadenados a sus pasados.
Visualmente la cinta no tiene mancha, incluso cuando la sangre parece salpicar hasta la sala de cine; entre travellings indicativos de que se trata de una historia en la que el viaje es la constante, manejo de las sombras como otros personajes y tomas crepusculares muy en la línea de los westerns fordianos, nos colocamos de inmediato en contexto, tanto físico como psicológico, siempre puesto a prueba por el sarcasmo que permea el relato, en contraste con la violencia explícita y hasta la denuncia social, explícitamente representada y, a través de imágenes como los algodonales ensangrentados, sutilmente expuesta.
En efecto, la ironía resulta un catalizador poderoso para la historia: la carreta con la muela danzante, la ingeniosa burla a los fanfarrones del Ku-Klux Klan y las esperadas venganzas hacia todos los capataces ignorantes que hacían del maltrato un estilo de vida. No falta tampoco el apunte crítico hacia los negros traidores vueltos los peores enemigos de su propia gente, representados por la figura del brazo derecho del villano (Samuel L. Jackson), clásico ejemplo de cómo un poco de poder puede convertir a alguien en un ser incapaz de reconocerse a sí mismo y a los suyos.
Más nos vale recordar que cuando nos dirijamos a Django, no pronunciemos la “d”.

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